jueves, 21 de agosto de 2014

SAN JACINTO / TIERRA DE ENCUENTROS




En San Jacinto permanecen los ancestros, es la tierra del origen por parte materna. Esta geografía creó amor con el alma de la abuela Juana, de nuestra madre Sofía, de la tía Laura, del tío Heriberto; mujeres y hombre trascendentes que mantuvieron encendida la luz familiar; y ya muertos, perviven en el memorial de todos los espacios, llenos de espíritu en el que solemos depositar querencias y nostalgias; recuerdos y homenajes.
En San Jacinto se hicieron los primeros amaneceres, sembrados en la infancia con lenguaje sencillo, fresco, como el agua del brevísimo riachuelo que solía corretear en el trasfondo del patio de la casa de la abuela, el mismo que resbalaba por el cerro contrario al “Miranday”. Y en las  cercanías  de la casona al frente, detrás de la Iglesia, altas montañas pobladas por los pájaros que aprendían,  para repetirla luego, la música sentimental escapada de la sinfonola del “bar” en las tardes silentes de la bohemia trujillana.
   San Jacinto, eternamente poético en todos sus caminos. Su historia es esencialmente familiar, como un gran hogar su valle enriquecido por la gran moral de todas sus familias, escribientes de esta historia magnifica con hombres y apellidos de Sarmientos, de Pachecos, de Parillis, de Troconis, de Becerras, de Aldanas, de Machados, de Contreras, de Villegas, etc. En este predio bucólico sobre los pisos  de su bella plaza, aprendimos a soñar la vida hace ya muchos años cuando la madre, desde lejano,  nos llevaba a visitar a los abuelos.

Nombres de Mujeres
         Nuestra abuela Juana fue una mujer de sueños. Ciega en la mayor vejez posible, atravesaba la plaza para asistir a las misas del Padre Hernández. Su acción y su reposo también era la religión; nos enseñaba leyendas religiosas sacadas de las sagradas escrituras, empeñada en tejer un evangelio en cada uno de nosotros, nos sentaba en su regazo para contar historias de Jesús y de la Virgen y nos armaba con la religión para que aprendiéramos a defendernos del pecado. Nuestra abuela Juana era la dueña del corazón de cada uno de nosotros. Aprendimos a tener la virtud de escuchar su leve voz en la inmensa jornada de cada visita, que se repetían, pues ejercía sobre nosotros un mágico influjo, como si en vez de voz poseyera música que le salía por la boca para llenarnos de armonías gratamente los oídos.
         Y su prolongación fue nuestra madre Sofía, por la que sólo solíamos sentir amor, porque estaba hecha de amor. Entre estas dos mujeres hubo un destino común: el amor. Sofía, oriunda de San Jacinto, se llevó el paisaje espiritual del pueblo en sus arterias, y ella era como el pueblo, dulce y quieta; apagada voz que se fue callando para dejarnos este silencio eterno con el que solemos rendirle culto en las horas abiertas de la vida. La lección de su silencio transmisor de espíritu subyace en sus hijos y en los hijos de sus hijos, para la reverencia que nos dijo hiciéramos al bien, a la justicia, a la vida misma.
Y la tía Laura que es ahora reposo también en el lecho de la noche, fue una mujer entera. Su soledad la compartía con la soledad de la casa de la que fue su último guardián auténtico. Desde el instante de su muerte todo acabó en aquel lugar. La muerte de Laura cerró la casa y acabó la historia viva, vertida ahora en recuerdo, en “corazón a la luz del recuerdo”.
Para hablar de San Jacinto se debe comenzar por estos aleros del alma en los que perviven los ancestros más bellos de la historia familiar.

Este Valle  es Historia
         Antes, San Jacinto fue una villa situada muy cerca de la ciudad. Nuestros abuelos, preparaban viajes para ir hasta el centro de la urbe. Una delgada carretera lo unía a Trujillo, la ciudad, allá abajo. En las tardes iban hasta sus predios los viajantes para darse un baño de naturaleza viva. Sus tardes, cuentan, eran magnificas, llenas de clima fresco, de cantos de pájaros, como ir a la tierra  prometida. Mas llegó el progreso, la ciudad necesitaba una expansión y entonces San Jacinto se hizo urbano. Le construyeron un camino grande y lo bautizaron con el nombre de Diego García de Paredes fundador de la ciudad.
A San Jacinto lo hicieron apéndice directo de la ciudad. Los abuelos entonces y los padres comenzaron a mirar más allá; viajemos, se dijeron, y con ellos viajaron sus hijos a poblar otras zonas de la misma ciudad. Mi madre, luego del casamiento, fue al encuentro de la Calle Arriba y es de allí, de donde provenimos, de aquella nueva tribu.
         Más que historia material, de expansión urbanística de bienes materiales, San Jacinto es historia de realizaciones humanas citadinas. Creció el pueblo por el significado de sus hijos entre ellos: Monseñor Carrillo, “Cartujo de la Vida” en el que sembró San Jacinto sus virtudes para representarlo. “Villita” se hizo tierra pródiga y sigue siendo un lugar de encanto; el doctor Carrillo emula desde ella las hazañas civilistas de sus antepasados, fundamentalmente de su abuelo Carrillo Guerra, transformador por la vasta empresa que hizo posible la cultura en los duros avatares de aquella cotidianidad de tiempos duros.

Una Geografía Romántica
         La geografía de San Jacinto tiene un tinte romántico. Su paisaje pareciera hecho para el sueño y la meditación. La filosofía trujillana ha debido nacer en estos predios en los que el hombre se apega a la tierra para vivirla en espíritu más que de cualquier otra forma posible. En San Jacinto (peculiar respuesta a María Briceño Iragorry) la historia y la geografía marchan al mismo tiempo. Aquí existe una sabia consagración del hombre a la geografía natal, por lo que una mirada basta para comprobar esta verdad: Hombres y geografía unidos, relacionados por la taciturnidad; pero productivos ambos, porque la tierra de San Jacinto hace nacer semillas germinadas en la verde vegetación que lo rodea  en todas sus estaciones. En su templo colonial está su sol, la eterna gravidez de su historia espiritual. La iglesia parroquial preside su vida total y favorece a los habitantes esencialmente cristianos.
La plaza de Monseñor Carrillo, luz sacerdotal, ahora de mármol blanco, es un parque esencialmente tradicional. Los más viejos signos visibles de su tiempo material provienen desde mucho más allá de la media centuria, aunque ahora tiene visos de modernidad. De grandes árboles, sus añosos pinos son paradigmas que hablan también de la rectitud existencial de Monseñor Carrillo, quien cumple su rectoría, desde el monumento consagratorio, acompañado del niño y del perro.
         Y adentrados en sus calles y recodos uno va descubriendo una mezcolanza arquitectónica que va desde los aleros moribundos, yermos, hasta la estética presencia de modernos ventanales, lo que sustancia el paso del tiempo generacional, el devenir, los pequeños signos que identifican las edades. Ambas enunciaciones son, sin embargo, “Huellas y sombras, huellas, marcas en la húmeda alfombra de la luz”.

Una Villa para la Esperanza
         Siempre será San Jacinto una villa para la esperanza, para la vida plena, la que se cumple desde adentro del corazón; esencialmente humana, cargada de afectividad. Pueblo profundo en el que nada es superficial, hay que hacerlo con su misma luz, en la misma dimensión de su paisaje. Nada de transformaciones profundas; nada  de especies raras, trasplantadas. Hay que dejarle intacta su propia identidad. A San Jacinto hay que seguirlo haciendo, sí, pero respetando su alma ancestral que todos conocemos y percibimos  sin necesidad de explicaciones. Hay que seguirlo viendo con los mismos ojos, que penetren sus paisajes de siempre, remozados si se quiere, restaurados si se quiere, pero que el alma sea la misma, por favor.
         San Jacinto merece una mano municipal que le limpie el rostro, que le haga el parque, que le arregle los caminos. Pero que su sol siga saliendo igual, que los insectos de sus jardines sean los mismos de  siempre. Conservando también es posible, la transformación y respetando los tiempos y los espacios se puede cabalmente ir al futuro.
         Ojalá un día aprendamos a romper los horizontes, no con las garras de las máquinas, sino simplemente con el aliento de nuestros corazones.

lunes, 11 de agosto de 2014

LA CIUDAD EN CIEN RECUERDOS / SAN JACINTO



LA IGLESIA DE SAN JACINTO

Verla cuando uno pasa por el lugar se convierte en una devoción de recuerdos. Es un hogar religioso que repotencia el pasado porque hace que revivan familiares cercanos ligados entrañablemente a la más hermosas biografía. La iglesia de San Jacinto, cómo vaga el tiempo en nuestra memoria y acerca los ámbitos de lo ya vivido, de lo hermoso y tempranamente vivido en esta patriecita amorosa que es nuestra ciudad del alma.
Discurría nuestra niñez, e íbamos periódicamente a ver a la abuela Juana en su casa frente a la plaza. Era aquella viejita un gran contenido humano espiritual, tenía grandes convicciones religiosas, y su catolicismo era eterno en las palabras que nos dirigía con tanta pedagogía creyente. La abuela, una inmensa gladiola despidiendo purezas, siempre florecida aquel signo de mujer espléndida, como que entendía la misión serena de la madurez humana sobre las conciencias que comienzan a formarse en plena adolescencia. Y así nos recibía en esa casa que se quedó grabada para siempre en los intersticios profundos de la memoria. Y al lado de la abuela, la tía Emma, muy lejano el recuerdo, pues fue referencial siempre entre nosotros, como que al fin, transcurridos los años, entendimos que vivía con otros familiares, aunque en el fondo la queríamos con la intensidad y el respeto con que nos enseñaron a tratar al grupo familiar; y la tía Laura, más nítido su resplandor, pues es memoria lírica de una deferencia sentida por su cercanía dilatada en años y vivencias, puesto que ella fue la continuadora de aquel tránsito de vida en esa casa, hasta su repentina muerte una tarde cargada de tristeza.

Y la correspondencia con la iglesia la hacemos porque este templo significó la ganancia del cielo para nuestra abuela, que iba a sus bancos, con la detenida pausa frecuente de sus penumbras visuales. En el otoño de su vida, solicitaba la abuela que la condujeran al templo a orar por ella y los suyos, seguramente, pues fue cristianamente la guardiana de todos, la que llevaba su oración pensada para dirigirla en plegaria a Dios por los suyos, por la vasta familia de la que fue tronco fecundo junto con el abuelo Fabricio. Ella, como iluminado firmamento brillante en el hilo del recuerdo que logra en nosotros un grado interesante de pertenencia a este viejo templo de varios siglos vividos. Ella, la abuela, capaz de deslumbrar el asombro, cuando ya casi ciega caminaba a través de la calle para aposentarse como por instinto, en el seno de la casa de Dios, con el amor profundo de saber que iba a rezar para conseguir la ventura de la salvación.
En aquellos años, temprana aún nuestra biografía, la trayectoria de aquella iglesia por la historia, no la conocíamos, ni estaba en nuestro cálculo aquel conocimiento. Años después, en la indagación documentaria, fueron apareciendo facetas del templo, de sus formas arquitectónicas, de sus contenidos sacros, de sacerdotes que vinieron a inventariarla, de sus despojos y ruinas, de sus reconstrucciones, de sus cofradías y sociedades; en fin, de esa levedad de hechos que, como capas superpuestas, van conformando el historial de los lugares y las personas como lo que refiere Rafael Ramón Castellanos, “que San Jacinto es la cabecera  del Municipio Monseñor Carrillo (……) que su origen se remonta al establecimiento allí de una misión para convertir al cristianismo a sus naturales. Fue elevado a la categoría de Parroquia Eclesiástica en 1790”, aunque para esa fecha ya era un pueblo  de edad, pues ya tenía templo construido cuando lo visitó el Obispo Mariano Martí, en 1777.


LA PLAZA DE MONSEÑOR CARRILLO

¡Qué hermosa la acaban de poner! Le limpiaron los paredones y las avenidas, los que, por más de la modernidad, siguen conteniendo las huellas del pasado, el pálpito espiritual de los hombres y mujeres que durante tantos años vivieron por ellos y por sus hijos, la historia local de esa hermosa comunidad aledaña. Estoy hablando de la Plaza de San Jacinto, denominación que engloba el ámbito total de un parque que es el corazón civil de la parroquia, y el alma, si esto lo vemos desde la dimensión interior.
La Plaza de varios de nuestros ancestros, por la vigorosa atadura que significan los abuelos y la madre; los tíos y otros familiares que la circunscribieron y que  hicieron que nosotros formásemos parte de ese círculo. De allí el amor y el recuerdo, y las vivencias que resuenan como teclas emocionales en las páginas de nuestra biografía, fundamentalmente de aquella risueña etapa de la más temprana juventud.
Cuando los tiempos se convierten en recuerdos, anidan internamente en uno y allí permanecen en el silencio que va imponiendo el transcurrir de la existencia. Los recuerdos subyacen mudos, con las propiedades de la nada. Sin embargo, en una impronta retrospectiva llegan de súbito como un viento fuerte, aunque también como una suave melodía enternecedora. Los recuerdos gratos nunca hincan los dientes en nuestra memoria, sino más bien la llenan de colores, si es que mentalmente las imágenes revisten algún cromatismo. Pero, definitivamente, eso nada importa sino el recuerdo en sí. Y en este momento cuando escribo sobre la Plaza de San Jacinto, visualizo la hermosura del suelo que arrulló y perfumó el ánimo del muchacho que atravesó sus corredores para ir en diligencia o simple curiosidad hacia el otro lado, allá luego de Ramón Terán y del Chato Valecillos, y de las sinuosidades de las callecitas, hasta lejano el espacio bucólico y vegetal de la casona de las viejitas Contreras que nos esperaban con nísperos maduros en las manos.

Las menudencias también hacen la historia porque dejan rastros y raíces, ya que son como plantas sembradas en la conciencia, espacio interior que acumula y guarda para la posteridad. Aquellas pequeñas latitudes, realidades de ese ayer en torno de la casa y Plaza de San Jacinto, son breves islotes en nuestra biografía personal, en una historia que es hoy miedo y tristeza, y hasta temor, porque todo va perdiendo la gracia y la fragancia. Pero, si la llevamos a ese ayer de años, no es miedo sino emoción; no es tristeza sino alegría, porque al atravesar la plaza, y al nomás trasponer aquellos pesados portones que daban a la calle, uno sabía que iba a gratos encuentros con personas amables que hablaban el murmullo de la familiaridad con la belleza de unos labios que gesticulaban susurros tiernos únicamente,
La Plaza de San Jacinto, con varios nombres a cuestas, aunque eso en el fondo poco importa cuando de ligar historias afectivas se trata, pues, qué importancia pudo tener para nosotros que se llamara Plaza Bolívar de San Jacinto, o Plaza Gómez, luego. Tal vez si nos llenó de lección conciencial el nombre que le dieron de Monseñor Carrillo, pues, con sólo mirar la dulzura de esa santo levita en el mármol majestuoso, uno se regocijaba de amor y de respeto, y se sentaba cerca para mirarlo a él y a su perro tan silenciosamente fiel.

LA ALCABALA DE SAN JACINTO

         En el transcurso de los años, retrospectivamente, uno se va encontrando con situaciones y circunstancias que le denuncian la presencia de organismos y personas vencidas por  el tiempo; fuentes de la organización social muy distintas a las que hoy existen; informaciones asentadas en los anales y memorias que dan cuenta de su funcionamiento o existencia, de su creación y eliminación, de los funcionarios que las sirvieron y hasta de su competencia, tal como se puede percibir en cualquier página de los documentos guardados en nuestros archivos. Es que antes, casi toda la organización del cuerpo burocrático e institucional era competencia del Ejecutivo Regional, es decir, que funcionaba todo regionalmente, no sé si era lo que ahora suele denominarse regionalización. Así, los tribunales eran regionales, y la renta de licores, y los impuestos y la educación y las leyes…Este es el caso de las llamadas alcabalas, que durante gran parte del siglo XX funcionaron en varios puntos del Estado, en la salida de Valera, en Motatán, en La Concepción, en Carache, en San Jacinto. Y es esta última la que recordamos pues estaba un poquito arriba de la iglesia, y  fue eliminada, pues de acuerdo a la resolución de su supresión no cumplía cabalmente con sus fines.
         Lo cierto es que entre el sueño y la realidad pervive en uno este  servicio del tránsito urbano, a veces no sé si es que en verdad existió o es una simple confusión lo que tengo, pero siempre ha estado en mí la idea de esta alcabala allí en San Jacinto, con sus funcionarios y su gruesa cadena. Deben haberla instalado por allá, por los años treinta, cuando comenzó a funcionar por tramos la delgada carretera de unión entre los distritos Trujillo y Boconó, aunque la carretera conducía también al Estado Lara, pues así estaba contemplado en el decreto ejecutivo que originó su construcción: Carretera Trujillo-Boconó-Lara.

RECUERDOS DE SAN JACINTO

         San Jacinto era muchas cosas; hoy, son muchos los recuerdos. Todos girando alrededor de la plaza, ya que al frente quedaba la casa de la abuela Juana, la de la Tía Laura y la del tío Heriberto. Todo alrededor de este círculo tan arraigado en los recuerdos que se siembran con fuerza en uno cuando provienen desde las edades tempranas, es decir, desde la niñez y la primera juventud. Uno llegaba al puente y comenzaba a descubrir los escenarios familiares, lo primero que asomaba era la casa de las Aldana, mujeres que dieron un sustancial aporte a la vida social de la parroquia. La esquina del señor Herminio donde tenía su bodega a la que nos mandaban a comprar pequeñas cosas que se necesitaban en la casa.  
Comenzábamos a subir y veíamos con agrado y admiración una casona amplia con una barda larga y blanca que llegaba hasta la plaza. Allí vivía una familia de apellido Canelón, y había frutales que sobresalían de la pared y veíamos las naranjas maduras que provocaban nuestro apetito, pero eran inalcanzables. Esa casona, como otras muchas, fue inexplicablemente demolida y es hoy erial, solar vacío que acusa. La primera curva de la plaza con el letrero sobresaliente indicador de la fecha de construcción del parque: 1938. Es que las obras de aquellos tiempos se conocen por su fisonomía de formas gruesas, paredones redondeados con cornisa superior y generalmente pintadas de blanco.
Muchos años después la plaza fue remodelada en su interior pero se le respetó la configuración externa. Altas escalinatas de acceso por las que subimos y bajamos muchas veces, lo mismo que en la siguiente esquina que daba al frente con el negocio del señor Ramón Terán. En esta parte, la escalera era menor, pues la calle en subida así lo exigía, y en la siguiente esquina, más bien las escaleras eran internas, es decir de la calle hacia la plaza. Allí estaba la Iglesia (hablo en pretérito para dar idea de que son recuerdos lo que asoman a mi mente en este momento, aunque mucho de lo que estoy citando permanece en la actualidad, como la Iglesia, por ejemplo). En la segunda esquina, hacía allá, quedaba una amplia calle, y al fondo la casa del señor José de la Paz Valecillos, luego un paredón blanco desde la curva hacia abajo, era el frente de la casa del señor Atilio Parilli. Todo este sector que en aquellos años aparecía desvencijado por el paso del tiempo y las inclemencias de la naturaleza, presenta hoy, sin embargo, un rostro muy limpio, con sus casas remodeladas y modernizadas.
Mi recuerdo, fidedignamente es otro, pues por allí transitamos a pie cuando íbamos desde la casa de la abuela hasta la vieja casona de las Contreras (Estanislao Contreras) que tenía un inmenso patio sembrado de frutas. Allí fueron los nísperos, las naranjas y las guanábanas que comimos con la completa complacencia de aquellas viejas mujeres de la casa. Esa ascendencia familiar también se la tragó el tiempo, así como a la casa en sus signos afectivos. Enfrente, en un murito alto y largo, la casona de los Sarmientos, no sé si de don Belarmino Sarmiento. Por allí cerca, los personajes más significativos de la población: los señores Segundo Barroeta, José Antonio Pacheco y, levemente en la memoria, el negocio del Señor Pablo Barreto. De ahí en adelante fue una especie de territorio vedado, pues comenzaba el camino del río arriba y eso era otra aventura que poco conocimos. Hacía arriba de la Iglesia, se abría el camino carretero para Boconó. Y había una alcabala con cadena gruesa y funcionario de turno. Una o dos casas a la orilla, y al final, el Bar Miranday. Hasta ahí también la aventura nuestra a pie. Esa zona fue seguramente un viejo cementerio, pues llegamos a encontrar huesos dispersos en esos terrenos. En la cuarta cuadra de la plaza, había unas casonas distintas a las modernas de hoy. En una funcionaba la prefectura, en la que despachaba el jefe civil (nombro a uno de ellos como emblemático, el señor Atilio Aldana). Y ahí estaba también el destacamento policial lo que indicaba de por sí el temor que nos inspiraba el lugar, en la otra casona, los servicios asistenciales del dispensario, remodelado después. A estos edificios los pintaron con ese color azul brillante en óleo que rompe con la armonía encalada y blancuzca del sector. Hacía arriba, en el otro callejón, las casas de dos familias de honda raigambre significativa en la comunidad sanjacintense: los Troconis y las Parilli: Don Rafael, telegrafista; la señora Hilda, Ada y Teresa, y el viejo emblemático carro verde hermoso; Dodge o Plymout, no recuerdo bien y la matica de mangos pequeñitos con trementina, de aquel sabor pegajoso en la boca, y la casona que fue demolida también inexplicablemente con sus árboles dentro; y lo que ahora es erial que acusa igualmente. Y detrás, la quebradita, hoy seca, a donde íbamos a pescar sapitos que allí abundaban. Sólo en el recuerdo quedan fijadas estas remembranzas que a veces vuelan retrospectivamente hasta la infancia.
         Y en la otra cuadra, hacia abajo: en la esquina, había ruinas de una casa en la que recuerdo mucho a mi abuelo Fabricio; luego, la casa de los abuelos con su solar grande y lleno de matas, con su árbol cuajado de dulces mamones y los mangos de bocado y una mata de anón y cambures en la vega; más abajo, la casa de la tía Laura y de su esposo Rubén Salas y la casona de las Salas, donde vivían Héctor, con su familia, Carlota, Ovidio el relojero, Carlitos y Hercilia, todos ya en la inmortalidad de la vida eterna. Tengo la impronta de don Temístocles Salas, aunque muy difuso. Hacía allá, la escuela de San Jacinto, y Fabricio estudiando en ella (Fabricio es mi primo materno Fabricio Pérez Machado). Antes de la escuela hubo en ese lugar una fábrica de mosaicos propiedad de Pedro J. Torres, aunque antes había sido del Dr. Italo Parilli. Asomaba a la izquierda un callejón que no sé si era de la familia Sarmiento, no recuerdo bien, o de los Pachecos. Y hacía lo lejos, el delgado camino del cementerio al cual he asistido una sola vez con motivo del sepelio de Rubén Salas, de eso ya hace ya muchos años. La casa de Don Atilio Aldana con una familia de afectos para nosotros… Abajo, una  callecita transversal con una familia muy nombrada: los Durán, cuyo padre, don Jesús Durán fue un gran ciudadano de muy gratos recuerdos también.
Qué otras cosas que vivencias y semblanzas conforman el cuerpo virtual de nuestros recuerdos, como manchas difusas agolpadas en un imaginario latente que se desnuda a veces para florecer en pasajes y estampas de honda indefinición afectiva; pero que, sin embargo, laceran un poquito nuestra vida espiritual.

VILLITA O LA HERMOSURA CAMPESTRE

Como un tierno pesebre sería esto antes; esto que desde tiempo se llama Villita, sector de San Jacinto, un poquito arriba del Parque “Rómulo Gallegos”, en una orilla del Río Castán, que delgadito ya, baja desde las estribaciones de las montañas; Villita, que ahora rompió el encanto de su soledad, pues desde distintos puntos de la ciudad vinieron estos nuevos pobladores a establecerse en una también bucólica urbanización llena de quintas y modernidades. Villita está en la biografía de don Pedro Carrillo Márquez, casa de campo para descansar posiblemente los fines de semana; reservorio de verde naturaleza matizada por el rumor generado por el río quejumbroso y friolento.
En Villita convivieron antes muy pocas familias, pues su dimensión es concreta, físicamente hablando; pero de su seno salieron en los tiempos de antes las palabras de un buen maestro que lo fue Carrillo Márquez, y luego por extensión, la palabra historiográfica de Marcos Rubén Carrillo. Pero, Villita la aurora rural más bella de la población sanjacinteña, fue tránsito de a pie hacia abajo, cuando venían los campesinos de la Quebrada de Ramos y sitios cercanos de Sabanetas, o cuando regresaban, luego de cumplir jornadas de apuro en la ciudad. Villita fue testigo de aquellos cargados arreos caballares y mulares que estacionaron hasta hace pocos años en ese callejón donde, recuerdo, vivieron los Contreras y los Sarmientos, dos apellidos que cabalgan en la historia lugareña.
Villita fue y sigue siendo hermoso lugar para el remanso. Todo allí es quietud, silencio matutino y vespertino. Y en las noche, allá arriba, en su cielo “semi/claro o semi/oscuro, se revientan las estrellas de lo apretadas que aparecen / en constelaciones que alumbran esta reducida / caja de resonancia natural”. 



EL BAR MIRANDAY

Existen en nuestra ciudad personajes populares que supieron vivir a plenitud su vida,  y que permanecen por eso gravitando sobre la atmósfera existencial de la comunidad. Tal es el caso del señor José Parilli que siempre se nombra para bien, para la sana anécdota y para el mejor regocijo. Y en torno a su figura aparece el famoso Bar Miranday que él gerenció en la parte final de su vida.
Este centro social situado en la parte alta de San Jacinto, lleva consigo un largo historial en la vida sentimental y bohemia de Trujillo. Quizás sea uno de los centros sociales que encierra el mayor simbolismo y signo de la trujillanidad, no sólo porque fue inmortalizado en la canción “Trujillo”, del autor larense Juan Ramón Barrios, sino porque en su interior se sucedieron las mejores concurrencias de personajes nativos y visitantes, y las grandes batallas del pensamiento social, artístico, folklórico y etílico de gran parte del siglo XX trujillano. Viejo bar al que se iba para desde su otero ver abajo a la romántica explanada de San Jacinto, y venirse en sueño hasta el centro de la ciudad, en ese eterno mirar espiritual que tenemos los trujillanos. Allí soñaron amores, canciones y poemas aquellas generaciones de los años cuarenta y cincuenta. Y hasta allí  fueron luego los hijos a deleitarse con el cuento y la anécdota de lo que hicieron aquellos anteriores pobladores que viven latentes en el ánimo histórico popular de la ciudad. Este centro social quedó inmortalizado en el exquisito vals Trujillo, una de cuyas estrofas dice:
“Quisiera/respirar tu aire puro/
y extasiarme escuchando/subido al Miranday/
un vals/ del maestro Laudelino,/
y ver como el poblado/siente ansias de volar”