lunes, 8 de febrero de 2016

MEMORIA Y DESMEMORIA

EXORDIO

La historia nos hace sentir cómplices de los que supieron ser ciudadanos y dieron ejemplo por sus hechuras sociales. Ella nos pone en contacto documental con lo que fue en su momento una acción que se convirtió, con el paso del tiempo, en una obra de importancia. La historia nos hace devotos y nos inculca lecciones de moral dictada por los ciudadanos útiles de las ciudades y de los pueblos, cuando enfrentados a miserias, limitaciones y calamidades, no se amilanaron ante los obstáculos, sino que los sobrepasaron para que surgieran los signos propicios de la vida que ellos mismos vieron y que quisieron siempre vivieran las generaciones humanas que los sobrevivieran.

LA AÑEJA TORRE

La añeja Torre de la Catedral. Imponente. Es vino fragante de la nativa historia. Nosotros crecimos bajo su presencia. Su sentido religioso cuida nuestros pasos desde tanto tiempo. La Torre es el permanente valor espiritual de Trujillo. Ella cobijó a los viejos abuelos con su férreo manto. Es un valor arquitectónico. Es un monumento al amor y a la fe.

Los tiempos de los antepasados fueron siempre visionarios. Fueron palabra y parábola para mirar la realidad social. De allí, provino la idea de su hechura y su fabricación. Los rezos y oraciones en el interior de los templos locales sustentaron los pilares afectivos para su futura edificación. Horas serenas y días apacibles los de aquellos años finales del siglo XIX. Los pobladores vieron como el noble arquitecto italiano iba dirigiendo los trabajos de la construcción de la Torre. No en vano la placa conmemorativa refleja el hecho en una de las paredes de la Catedral: “Esta ciudad tributa honor a S. Lucas Montani. Eximio Constructor de esta Torre 1886-1893. Sus restos inmortales posan en ella”.

Fue levantándose durante seis largos años. Como anexo imprescindible para las funciones del templo principal, en el que oficiaba con total entrega y celo eucarístico el Padre Carrillo. Vicario hacedor con una trayectoria apostólica que cubrió parte importante del siglo muriente y largos años después en ese otro siglo XX.

La Torre ha sido primavera y otoño alternativamente, como es la historia del hombre sobre el suelo. Los largos años desde la Colonia comenzaron a llenar de pátina este templo de la parroquia central. La iglesia vio el paso de los guerreros de la Independencia que por aquí muchos anduvieron libertando pueblos. En otro tranco, atestiguó los signos de civilización del general Cruz Carrillo y del civilista Carrillo Guerra. A escasos años de su inauguración, en 1893, la Torre soportó la agresión del bravo caudillo González Pacheco, que osó incendiarle las entrañas y la tiñó de negro. Luego, muchos años después, alquimistas citadinos le quitaron la pátina negra y la pintaron de blanco, cuestión aprobada por unos y reprobada por otros. Y así, vestida de blanco ha permanecido por años su piel perenne.

La Torre de la Catedral preside la condición histórica de la ciudad. Aunque ella no es colonial, si lo es la iglesia. A sus alrededores viven los ancestros de la urbe cuatricentenaria. Ella ayuda mucho a que la estampa de la vieja iglesia sea el patrimonio histórico que nos enorgullece. La Torre es, por demás, un hermoso tatuaje de fe en el alma de los trujillanos.

LA CASONA DE LA CALLE REAL

Ahí está, arrojada, como cansada en la imagen del viejo daguerrotipo. Pero viva, siempre viva como una lección de integridad. La casona vencida de tiempo por la carga de su historia, aunque ha sabido soportar los rigores seculares. Nada le ha derrumbado. Es la más gallarda estampa de la ciudad colonial. Ahí, hermanada con las otras casas que siguen en línea en dirección a la Plaza Mayor y, en contrario, hacia el Convento de los  Franciscanos. Ahí, los pasos y las huellas icónicas en la calle principal. Y con las piedras rotas ahuecadas de siglos y pisadas.

La apacible Calle Real de Trujillo, ciudad en la que se forjó la Independencia de la Provincia. Desde entonces, ese nombre para llamarla. Y la casa, la mayor de todas con su frontis hermoso. De una sola puerta, inmensa, majestuosa. Abierta en luminosidad para facilitar el ingreso a los patriotas que enfrentaban a los realistas españoles para darnos la libertad. Como si pudiéramos saber de arte arquitectónico para describirla en sus más pequeños detalles.

La casona augusta, que tuvo y tiene el coraje de permanecer como una gran lección de trujillanía. A pesar del ultraje y de las negaciones. De las afrentas ominosas que, en vano, tratan de restarle méritos y autenticidad. La más clara denuncia. La más palpable prueba de su valor, es ella misma, sin duda alguna.

En vano, el tiempo de la naturaleza y la propia iniquidad humana trataron de derrumbarla en épocas distintas. Antes, ciertamente, tuvo días aciagos y tormentosos. Durante un lago lapso estuvo casi dormida de abandono. Hasta intentos hubo de picarle sus paredes centenarias para hacerla más “moderna”. Pero alguien, en arenga oportuna y fortunosa, impidió el sacrilegio. Y con ello, la defensa de la historia. Dijo aquel buen hombre (Rafael María Villasmil), que al tumbarla, se perderían las huellas de los próceres que la caminaron por sus corredores y aposentos. Y así, aquellos pasos memorables de la historia quedaron intactos, luego de dos restauraciones que se le hicieron: la primera, para el Ateneo; y la segunda, para el Centro de Historia del Estado. Ahí están aquellas huellas luminosas. Gravitan vivas, llenas de una grandeza secular inmarcesible.

Por tales atributos la entrañable casona condensa el historial de la trujillanía. Cómo no amarla sin ambages ni componendas. Cómo no respetarla. Cómo no reconocerla como hogar de la suprema historicidad regional. Aquí, en esta casona, cuenta el historiador:

“Se desarrollaron sucesos de gran trascendencia para la vida republicana”
Y asienta también, este mismo historiador:
“Dentro de sus muros, Trujillo está allí, con la verticalidad de sus ejecutorías” (Briceño Valero)


La casona severa, como fue la ciudad colonial. Firme siempre como ha permanecido ante los avatares del tiempo. Invencible como tales hombres de la patria primigenia. Guarda en sus espacios el eco de las voces que atronaron en los momentos portentosos de las asambleas, cuando ciudadanos representativos, junto con el pueblo, pronunciaron en ellas las palabras inmortales de la proclama total de la libertad y de la emancipación.