LA IGLESIA DE
SAN JACINTO
Verla cuando uno pasa
por el lugar se convierte en una devoción de recuerdos. Es un hogar religioso
que repotencia el pasado porque hace que revivan familiares cercanos ligados
entrañablemente a la más hermosas biografía. La iglesia de San Jacinto, cómo vaga
el tiempo en nuestra memoria y acerca los ámbitos de lo ya vivido, de lo
hermoso y tempranamente vivido en esta patriecita amorosa que es nuestra ciudad
del alma.
Discurría nuestra
niñez, e íbamos periódicamente a ver a la abuela Juana en su casa frente a la
plaza. Era aquella viejita un gran contenido humano espiritual, tenía grandes
convicciones religiosas, y su catolicismo era eterno en las palabras que nos
dirigía con tanta pedagogía creyente. La abuela, una inmensa gladiola
despidiendo purezas, siempre florecida aquel signo de mujer espléndida, como
que entendía la misión serena de la madurez humana sobre las conciencias que
comienzan a formarse en plena adolescencia. Y así nos recibía en esa casa que
se quedó grabada para siempre en los intersticios profundos de la memoria. Y al
lado de la abuela, la tía Emma, muy lejano el recuerdo, pues fue referencial
siempre entre nosotros, como que al fin, transcurridos los años, entendimos que
vivía con otros familiares, aunque en el fondo la queríamos con la intensidad y
el respeto con que nos enseñaron a tratar al grupo familiar; y la tía Laura,
más nítido su resplandor, pues es memoria lírica de una deferencia sentida por
su cercanía dilatada en años y vivencias, puesto que ella fue la continuadora
de aquel tránsito de vida en esa casa, hasta su repentina muerte una tarde
cargada de tristeza.
Y la correspondencia
con la iglesia la hacemos porque este templo significó la ganancia del cielo
para nuestra abuela, que iba a sus bancos, con la detenida pausa frecuente de
sus penumbras visuales. En el otoño de su vida, solicitaba la abuela que la
condujeran al templo a orar por ella y los suyos, seguramente, pues fue
cristianamente la guardiana de todos, la que llevaba su oración pensada para
dirigirla en plegaria a Dios por los suyos, por la vasta familia de la que fue
tronco fecundo junto con el abuelo Fabricio. Ella, como iluminado firmamento
brillante en el hilo del recuerdo que logra en nosotros un grado interesante de
pertenencia a este viejo templo de varios siglos vividos. Ella, la abuela,
capaz de deslumbrar el asombro, cuando ya casi ciega caminaba a través de la
calle para aposentarse como por instinto, en el seno de la casa de Dios, con el
amor profundo de saber que iba a rezar para conseguir la ventura de la
salvación.
En aquellos años,
temprana aún nuestra biografía, la trayectoria de aquella iglesia por la
historia, no la conocíamos, ni estaba en nuestro cálculo aquel conocimiento.
Años después, en la indagación documentaria, fueron apareciendo facetas del
templo, de sus formas arquitectónicas, de sus contenidos sacros, de sacerdotes
que vinieron a inventariarla, de sus despojos y ruinas, de sus
reconstrucciones, de sus cofradías y sociedades; en fin, de esa levedad de
hechos que, como capas superpuestas, van conformando el historial de los
lugares y las personas como lo que refiere Rafael Ramón Castellanos, “que San
Jacinto es la cabecera del Municipio
Monseñor Carrillo (……) que su origen se remonta al establecimiento allí de una
misión para convertir al cristianismo a sus naturales. Fue elevado a la
categoría de Parroquia Eclesiástica en 1790”, aunque para esa fecha ya era un
pueblo de edad, pues ya tenía templo
construido cuando lo visitó el Obispo Mariano Martí, en 1777.
LA PLAZA DE MONSEÑOR CARRILLO
¡Qué hermosa la acaban
de poner! Le limpiaron los paredones y las avenidas, los que, por más de la
modernidad, siguen conteniendo las huellas del pasado, el pálpito espiritual de
los hombres y mujeres que durante tantos años vivieron por ellos y por sus
hijos, la historia local de esa hermosa comunidad aledaña. Estoy hablando de la Plaza de San Jacinto,
denominación que engloba el ámbito total de un parque que es el corazón civil
de la parroquia, y el alma, si esto lo vemos desde la dimensión interior.
La Plaza de varios de
nuestros ancestros, por la vigorosa atadura que significan los abuelos y la
madre; los tíos y otros familiares que la circunscribieron y que hicieron que nosotros formásemos parte de ese
círculo. De allí el amor y el recuerdo, y las vivencias que resuenan como
teclas emocionales en las páginas de nuestra biografía, fundamentalmente de
aquella risueña etapa de la más temprana juventud.
Cuando los tiempos se
convierten en recuerdos, anidan internamente en uno y allí permanecen en el silencio
que va imponiendo el transcurrir de la existencia. Los recuerdos subyacen
mudos, con las propiedades de la nada. Sin embargo, en una impronta
retrospectiva llegan de súbito como un viento fuerte, aunque también como una
suave melodía enternecedora. Los recuerdos gratos nunca hincan los dientes en
nuestra memoria, sino más bien la llenan de colores, si es que mentalmente las
imágenes revisten algún cromatismo. Pero, definitivamente, eso nada importa
sino el recuerdo en sí. Y en este momento cuando escribo sobre la Plaza de San Jacinto,
visualizo la hermosura del suelo que arrulló y perfumó el ánimo del muchacho
que atravesó sus corredores para ir en diligencia o simple curiosidad hacia el
otro lado, allá luego de Ramón Terán y del Chato Valecillos, y de las
sinuosidades de las callecitas, hasta lejano el espacio bucólico y vegetal de
la casona de las viejitas Contreras que nos esperaban con nísperos maduros en
las manos.
Las menudencias también
hacen la historia porque dejan rastros y raíces, ya que son como plantas
sembradas en la conciencia, espacio interior que acumula y guarda para la
posteridad. Aquellas pequeñas latitudes, realidades de ese ayer en torno de la
casa y Plaza de San Jacinto, son breves islotes en nuestra biografía personal,
en una historia que es hoy miedo y tristeza, y hasta temor, porque todo va
perdiendo la gracia y la fragancia. Pero, si la llevamos a ese ayer de años, no
es miedo sino emoción; no es tristeza sino alegría, porque al atravesar la
plaza, y al nomás trasponer aquellos pesados portones que daban a la calle, uno
sabía que iba a gratos encuentros con personas amables que hablaban el murmullo
de la familiaridad con la belleza de unos labios que gesticulaban susurros
tiernos únicamente,
La Plaza de San
Jacinto, con varios nombres a cuestas, aunque eso en el fondo poco importa
cuando de ligar historias afectivas se trata, pues, qué importancia pudo tener
para nosotros que se llamara Plaza Bolívar de San Jacinto, o Plaza Gómez,
luego. Tal vez si nos llenó de lección conciencial el nombre que le dieron de
Monseñor Carrillo, pues, con sólo mirar la dulzura de esa santo levita en el
mármol majestuoso, uno se regocijaba de amor y de respeto, y se sentaba cerca
para mirarlo a él y a su perro tan silenciosamente fiel.
LA
ALCABALA DE SAN JACINTO
En
el transcurso de los años, retrospectivamente, uno se va encontrando con
situaciones y circunstancias que le denuncian la presencia de organismos y
personas vencidas por el tiempo; fuentes
de la organización social muy distintas a las que hoy existen; informaciones
asentadas en los anales y memorias que dan cuenta de su funcionamiento o
existencia, de su creación y eliminación, de los funcionarios que las sirvieron
y hasta de su competencia, tal como se puede percibir en cualquier página de
los documentos guardados en nuestros archivos. Es que antes, casi toda la
organización del cuerpo burocrático e institucional era competencia del Ejecutivo
Regional, es decir, que funcionaba todo regionalmente, no sé si era lo que
ahora suele denominarse regionalización. Así, los tribunales eran regionales, y
la renta de licores, y los impuestos y la educación y las leyes…Este es el caso
de las llamadas alcabalas, que durante gran parte del siglo XX funcionaron en
varios puntos del Estado, en la salida de Valera, en Motatán, en La Concepción, en Carache,
en San Jacinto. Y es esta última la que recordamos pues estaba un poquito
arriba de la iglesia, y fue eliminada,
pues de acuerdo a la resolución de su supresión no cumplía cabalmente con sus
fines.
Lo
cierto es que entre el sueño y la realidad pervive en uno este servicio del tránsito urbano, a veces no sé si
es que en verdad existió o es una simple confusión lo que tengo, pero siempre
ha estado en mí la idea de esta alcabala allí en San Jacinto, con sus funcionarios
y su gruesa cadena. Deben haberla instalado por allá, por los años treinta, cuando
comenzó a funcionar por tramos la delgada carretera de unión entre los
distritos Trujillo y Boconó, aunque la carretera conducía también al Estado
Lara, pues así estaba contemplado en el decreto ejecutivo que originó su
construcción: Carretera Trujillo-Boconó-Lara.
RECUERDOS DE SAN JACINTO
San
Jacinto era muchas cosas; hoy, son muchos los recuerdos. Todos girando
alrededor de la plaza, ya que al frente quedaba la casa de la abuela Juana, la
de la Tía Laura y
la del tío Heriberto. Todo alrededor de este círculo tan arraigado en los
recuerdos que se siembran con fuerza en uno cuando provienen desde las edades
tempranas, es decir, desde la niñez y la primera juventud. Uno llegaba al
puente y comenzaba a descubrir los escenarios familiares, lo primero que
asomaba era la casa de las Aldana, mujeres que dieron un sustancial aporte a la
vida social de la parroquia. La esquina del señor Herminio donde tenía su bodega
a la que nos mandaban a comprar pequeñas cosas que se necesitaban en la casa.
Comenzábamos a
subir y veíamos con agrado y admiración una casona amplia con una barda larga y
blanca que llegaba hasta la plaza. Allí vivía una familia de apellido Canelón,
y había frutales que sobresalían de la pared y veíamos las naranjas maduras que
provocaban nuestro apetito, pero eran inalcanzables. Esa casona, como otras
muchas, fue inexplicablemente demolida y es hoy erial, solar vacío que acusa.
La primera curva de la plaza con el letrero sobresaliente indicador de la fecha
de construcción del parque: 1938. Es que las obras de aquellos tiempos se
conocen por su fisonomía de formas gruesas, paredones redondeados con cornisa
superior y generalmente pintadas de blanco.
Muchos años después
la plaza fue remodelada en su interior pero se le respetó la configuración
externa. Altas escalinatas de acceso por las que subimos y bajamos muchas
veces, lo mismo que en la siguiente esquina que daba al frente con el negocio
del señor Ramón Terán. En esta parte, la escalera era menor, pues la calle en
subida así lo exigía, y en la siguiente esquina, más bien las escaleras eran
internas, es decir de la calle hacia la plaza. Allí estaba la Iglesia (hablo en
pretérito para dar idea de que son recuerdos lo que asoman a mi mente en este
momento, aunque mucho de lo que estoy citando permanece en la actualidad, como la Iglesia, por ejemplo). En
la segunda esquina, hacía allá, quedaba una amplia calle, y al fondo la casa
del señor José de la Paz Valecillos,
luego un paredón blanco desde la curva hacia abajo, era el frente de la casa
del señor Atilio Parilli. Todo este sector que en aquellos años aparecía
desvencijado por el paso del tiempo y las inclemencias de la naturaleza,
presenta hoy, sin embargo, un rostro muy limpio, con sus casas remodeladas y
modernizadas.
Mi recuerdo,
fidedignamente es otro, pues por allí transitamos a pie cuando íbamos desde la
casa de la abuela hasta la vieja casona de las Contreras (Estanislao Contreras)
que tenía un inmenso patio sembrado de frutas. Allí fueron los nísperos, las
naranjas y las guanábanas que comimos con la completa complacencia de aquellas
viejas mujeres de la casa. Esa ascendencia familiar también se la tragó el
tiempo, así como a la casa en sus signos afectivos. Enfrente, en un murito alto
y largo, la casona de los Sarmientos, no sé si de don Belarmino Sarmiento. Por
allí cerca, los personajes más significativos de la población: los señores
Segundo Barroeta, José Antonio Pacheco y, levemente en la memoria, el negocio
del Señor Pablo Barreto. De ahí en adelante fue una especie de territorio
vedado, pues comenzaba el camino del río arriba y eso era otra aventura que
poco conocimos. Hacía arriba de la
Iglesia, se abría el camino carretero para Boconó. Y había
una alcabala con cadena gruesa y funcionario de turno. Una o dos casas a la
orilla, y al final, el Bar Miranday. Hasta ahí también la aventura nuestra a
pie. Esa zona fue seguramente un viejo cementerio, pues llegamos a encontrar
huesos dispersos en esos terrenos. En la cuarta cuadra de la plaza, había unas
casonas distintas a las modernas de hoy. En una funcionaba la prefectura, en la
que despachaba el jefe civil (nombro a uno de ellos como emblemático, el señor
Atilio Aldana). Y ahí estaba también el destacamento policial lo que indicaba
de por sí el temor que nos inspiraba el lugar, en la otra casona, los servicios
asistenciales del dispensario, remodelado después. A estos edificios los
pintaron con ese color azul brillante en óleo que rompe con la armonía encalada
y blancuzca del sector. Hacía arriba, en el otro callejón, las casas de dos
familias de honda raigambre significativa en la comunidad sanjacintense: los
Troconis y las Parilli: Don Rafael, telegrafista; la señora Hilda, Ada y
Teresa, y el viejo emblemático carro verde hermoso; Dodge o Plymout, no
recuerdo bien y la matica de mangos pequeñitos con trementina, de aquel sabor
pegajoso en la boca, y la casona que fue demolida también inexplicablemente con
sus árboles dentro; y lo que ahora es erial que acusa igualmente. Y detrás, la
quebradita, hoy seca, a donde íbamos a pescar sapitos que allí abundaban. Sólo
en el recuerdo quedan fijadas estas remembranzas que a veces vuelan
retrospectivamente hasta la infancia.
Y
en la otra cuadra, hacia abajo: en la esquina, había ruinas de una casa en la
que recuerdo mucho a mi abuelo Fabricio; luego, la casa de los abuelos con su
solar grande y lleno de matas, con su árbol cuajado de dulces mamones y los mangos
de bocado y una mata de anón y cambures en la vega; más abajo, la casa de la
tía Laura y de su esposo Rubén Salas y la casona de las Salas, donde vivían
Héctor, con su familia, Carlota, Ovidio el relojero, Carlitos y Hercilia, todos
ya en la inmortalidad de la vida eterna. Tengo la impronta de don Temístocles
Salas, aunque muy difuso. Hacía allá, la escuela de San Jacinto, y Fabricio
estudiando en ella (Fabricio es mi primo materno Fabricio Pérez Machado). Antes
de la escuela hubo en ese lugar una fábrica de mosaicos propiedad de Pedro J.
Torres, aunque antes había sido del Dr. Italo Parilli. Asomaba a la izquierda
un callejón que no sé si era de la familia Sarmiento, no recuerdo bien, o de
los Pachecos. Y hacía lo lejos, el delgado camino del cementerio al cual he
asistido una sola vez con motivo del sepelio de Rubén Salas, de eso ya hace ya
muchos años. La casa de Don Atilio Aldana con una familia de afectos para
nosotros… Abajo, una callecita
transversal con una familia muy nombrada: los Durán, cuyo padre, don Jesús
Durán fue un gran ciudadano de muy gratos recuerdos también.
Qué otras
cosas que vivencias y semblanzas conforman el cuerpo virtual de nuestros
recuerdos, como manchas difusas agolpadas en un imaginario latente que se
desnuda a veces para florecer en pasajes y estampas de honda indefinición
afectiva; pero que, sin embargo, laceran un poquito nuestra vida espiritual.
VILLITA O LA HERMOSURA CAMPESTRE
Como un tierno pesebre sería
esto antes; esto que desde tiempo se llama Villita, sector de San Jacinto, un
poquito arriba del Parque “Rómulo Gallegos”, en una orilla del Río Castán, que
delgadito ya, baja desde las estribaciones de las montañas; Villita, que ahora
rompió el encanto de su soledad, pues desde distintos puntos de la ciudad
vinieron estos nuevos pobladores a establecerse en una también bucólica
urbanización llena de quintas y modernidades. Villita está en la biografía de
don Pedro Carrillo Márquez, casa de campo para descansar posiblemente los fines
de semana; reservorio de verde naturaleza matizada por el rumor generado por el
río quejumbroso y friolento.
En Villita convivieron antes
muy pocas familias, pues su dimensión es concreta, físicamente hablando; pero
de su seno salieron en los tiempos de antes las palabras de un buen maestro que
lo fue Carrillo Márquez, y luego por extensión, la palabra historiográfica de
Marcos Rubén Carrillo. Pero, Villita la aurora rural más bella de la población
sanjacinteña, fue tránsito de a pie hacia abajo, cuando venían los campesinos
de la Quebrada de Ramos y sitios cercanos de Sabanetas, o cuando regresaban,
luego de cumplir jornadas de apuro en la ciudad. Villita fue testigo de
aquellos cargados arreos caballares y mulares que estacionaron hasta hace pocos
años en ese callejón donde, recuerdo, vivieron los Contreras y los Sarmientos,
dos apellidos que cabalgan en la historia lugareña.
Villita fue y sigue siendo
hermoso lugar para el remanso. Todo allí es quietud, silencio matutino y
vespertino. Y en las noche, allá arriba, en su cielo “semi/claro o semi/oscuro,
se revientan las estrellas de lo apretadas que aparecen / en constelaciones que
alumbran esta reducida / caja de resonancia natural”.
Existen
en nuestra ciudad personajes populares que supieron vivir a plenitud su
vida, y que permanecen por eso
gravitando sobre la atmósfera existencial de la comunidad. Tal es el caso del
señor José Parilli que siempre se nombra para bien, para la sana anécdota y
para el mejor regocijo. Y en torno a su figura aparece el famoso Bar Miranday
que él gerenció en la parte final de su vida.
Este centro social situado en
la parte alta de San Jacinto, lleva consigo un largo historial en la vida
sentimental y bohemia de Trujillo. Quizás sea uno de los centros sociales que
encierra el mayor simbolismo y signo de la trujillanidad, no sólo porque fue
inmortalizado en la canción “Trujillo”, del autor larense Juan Ramón Barrios,
sino porque en su interior se sucedieron las mejores concurrencias de
personajes nativos y visitantes, y las grandes batallas del pensamiento social,
artístico, folklórico y etílico de gran parte del siglo XX trujillano. Viejo
bar al que se iba para desde su otero ver abajo a la romántica explanada de San
Jacinto, y venirse en sueño hasta el centro de la ciudad, en ese eterno mirar
espiritual que tenemos los trujillanos. Allí soñaron amores, canciones y poemas
aquellas generaciones de los años cuarenta y cincuenta. Y hasta allí fueron luego los hijos a deleitarse con el
cuento y la anécdota de lo que hicieron aquellos anteriores pobladores que
viven latentes en el ánimo histórico popular de la ciudad. Este centro social
quedó inmortalizado en el exquisito vals Trujillo, una de cuyas estrofas dice:
“Quisiera/respirar tu aire puro/
y extasiarme escuchando/subido al Miranday/
un vals/ del maestro Laudelino,/
y ver como el poblado/siente ansias de volar”