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domingo, 22 de noviembre de 2015

PALABRAS PARA LA SEXTA BIENAL DE LITERATURA “RAMÓN PALOMARES”



“Son símbolos los pájaros, dice Eduardo Moga, los insectos, huéspedes habituales de los poemas, trepidaciones violentas. Muchos poemas aluden a esta disipación cinética, simbolizan la fluctuación y la órbita, el yo y el cosmos, no son sino formas distintas de un mismo latido, jubilosos y desconcertado.”

Y revela Ramón Palomares, en su poema “En el patio”: pues me entretuve entre las flores del patio/ con las cayenas/ gozando con las hojas y los rayos del cielo./ Aquí pongo mi cama y me acuesto/ y me doy un baño de flores./ Y  después saldré a decirles a las culebras/ y a  las gallinas/ y a todos los árboles./ Me estuve sobre las betulias y sobre las tejas/ de rosas/ conversando, cenando, escuchando al viento./ Yo me voy a encontrar un caballo y seremos/ amigos.

La literatura, como vemos, es una perduración del tiempo en el tiempo. Y el arte lo mismo. La literatura tiene una profunda significación humana, todo lo teje y lo desteje. Se junta con el arte, en este caso, y andan juntos hablando del hombre y de lo que éste es capaz de hacer como artista, como creador. Y otros hombres, perdurables también, aparecen para hablar con propiedad de estas cosas de la literatura y el arte. Hacen lenguaje ideológico de la más fina pureza y producen un discurso que trasciende. Por eso, la literatura y el arte: palabra e imagen para el juego de la creación, animan al hombre como proponente y al hombre por igual como destinatario, que ambos se casan en una juntura para la realización que viene del “no ser al ser”, esa cualidad que da Platón a todo acto de creación humana.

La literatura, fenómeno implícitamente humano ha sido ese perenne trajinar del lenguaje por los ámbitos eternos para que el ser viva en la más saludable condición del espíritu, que mire al mundo y sus realidades y lo internalice como una consumación. Ante la palabra creadora y ante la imagen que se detiene perdurable en un cuadro o una estructura trabajada con el ahínco afectivo el hombre se redime y se recoge para el gozo y el placer. Y viene la literatura en un viaje de aventura anímica por todas las vertientes del tiempo, ascendiendo y descendiendo por las órbitas de todos los espacios por los que el hombre vive su recogimiento creador para aventarlo luego hecho lenguaje literario, con realizaciones que iluminan en muy distintas proporciones, jerarquizaciones que van alcanzando lugares cercanos y lejanos, bifurcaciones que van apareciendo buscando humanidad para contar o dejar ver las emanaciones hermosas que fluyen desde un corazón hecho para las floraciones y realizaciones, las afluencias infinitas de los que se llaman artistas o creadores “movidos por una esperanza y girantes en torno a una emoción perenne”, como habló de innovación un día nuestro escritor trujillano Ramón González Paredes.

La literatura que de cerca se aleja o se queda cercana; la literatura desde los ámbitos más diversos universales recibida como una plasmación cultural de un producto necesario también para la vida, como un encantamiento que atrae y da de beber su zumo en la línea de una cultura comunicadora.

La literatura que nos congrega bajo el nombre integrador de Ramón Palomares. Hombre mágico dueño de un hacer poético vivencial sacado de las entrañas de la tierra y que por ancestros amorosos “ha dado vastedad al terruño y lo ha hecho ecuménico”, como asienta gran parte de su producción literaria y de lo que de él se ha dicho como escritor fundamental contemporáneo venezolano. Palomares, el más puro morador de toda la comarca trujillana con vínculos nacidos desde las cosas más sencillas tornadas en imágenes poéticas y por cuya vitalidad creadora todo ese imaginario pasó a formar un orbe, un gran sustantivo, un resplandor que nos conmueve y enamora. Ya lo había anotado Luis Albert Crespo al ver en Palomares siempre el encantamiento: “Gran creador de hechizos verbales que universalizó las voces rurales dándoles una resonancia de primer día de la creación”. Y agrega Crespo: “Algunas vez hubo este diálogo, cuando el día se iba y el poeta regresaba con la palabra a aquellos límites que formaron su asombro definitivo frente al mundo”

Insistir en que asumir una posición es un acto de honda responsabilidad, y es un valor acendrado en ciudadanos de bien. Ellos se imbuyen en esa responsabilidad y ganan tiempo al tiempo para la fabricación de una obra. Hacen memoria y fijan cánones de acción. Hacen examen y proponen como consecuencia, un programa de proyectos múltiples que van irradiando periódicamente un conjunto de acciones concretas que se hacinan y son entonces una memoria trascendente. Corto se hace a veces el tiempo para ciudadanos que son puestos en posición de destino público y trabajan con efectividad y aciertos. Uno de estos ciudadanos es Pedro Ruiz, quien siendo Director de Cultura del estado dispuso la creación de varios programas que han trascendido y son una plenitud.

La obra fundamental de Pedro Ruiz es la Bienal de Literatura “Ramón Palomares”. Esta bienal, ya larga por sus seis ediciones, se mantiene en el tiempo y es enriquecedora, como transforman y robustecen las obras bien pensadas por necesarias y bien armadas, por su importancia, como es una bienal de literatura, si vemos, como en nuestro caso, que la literatura es uno de los bienes patrimoniales más importantes en el devenir histórico contemporáneo de la trujillanía. Ha habido en Trujillo una vasta producción bibliográfica, cientos y cientos de autores y cientos y cientos de libros de todos los temas y materias, como si la inteligencia lúcida de los hombres y mujeres de esta tierra estuviera marcada por el estremecimiento de la palabra escrita. Por su bibliografía, por su literatura, Trujillo amarró para siempre su inmortalidad, la trascendencia cultural nuestra se muestra por la puerta de la literatura, de todos sus quehaceres y satisfaciendo en grande las exigencias más profundas que pide el lenguaje al hombre para que surja las trascendencia.

La Bienal de Literatura Ramón Palomares resplandece en toda su magnitud y eso es muy importante para nosotros. Ella viene a ser una gran vigilia cultural, una animación fulgurante de honda participación. Gravita en torno a ella una realidad literaria viva que hace del estado un gran receptor de escritura, de buena escritura y de oficio literario. La Bienal es sentimiento, es creatividad, es belleza. Es un programa paradigmático que llama a la concurrencia y a un torneo de sana competitividad. Tiene un árbitro moral muy grande, un referente espiritual muy acendrado, un ente inspirador modélico que no es otro que Ramón Palomares. La Bienal entonces, según el sintagma poético de Ramón Ordaz es “un óbolo de amor con sangre de ancestros”.

Esta VI Bienal es un tributo y un reconocimiento a la cultura trujillana, por el homenaje que se hace a algunos de sus nombres más representativos, tanto de la escritura, como de la plástica. De ellos con anterioridad hemos hablado ya, pero lo que se diga sobre ellos no es simple reiteración sino reforzamiento, pues escribió Oscar Gerardo Ramos, colombiano, en La parábola estética de Guillermo Valencia que, “la entonación emotiva, aquilata lo emocional” (…) Y que, “son testimonio de cómo una vivencia en vez de arranque del sentimiento o análisis de raciocinio, puede esculturizarse entre palabras”. Por su parte, Antonio Gundín habló una vez sobre “el retorno de los héroes culturales” que es precisamente eso, la nominación hecha por una conciencia institucional que, a través de un evento significativo hace recordación de aquellos personajes que fijaron rumbos transformadores a su vida, vislumbraron que la vida debe ser un servicio constructivo, una jornada dura en la fabricación de una obra puesta al descubierto para que otros muchos -ad infinitum-, sobre un orbe socializado, las descubran como fuentes vivas de verdaderos nutrientes para el gozo y el placer, y más aún, con una densidad conceptual, fijarse en ellas y sacar de ellas un aprovechamiento en orden también formativo educacional y culturizante.

Seis personajes de este tiempo todos conforman el aura espiritual de esta nueva bienal nacional de Literatura, en su sexta edición, lo que habla de su importancia como programa estable. No es entonces una simple novedad circunstancial, sino tiene el arrojo de la permanencia y la disposición de sus creadores y organizadores por garantizar un suceso de altura, grande en su morfología integral, en proyección a destacar la escritura como un quehacer que rebasa las improntas y la momentaneidad.

Los homenajeados son trujillanos perdurables, a los que el tiempo ensancha los ámbitos de su significancia intelectual. Constructores de obras trascendentes, de lenguajes sólidos, de acentos humanísticos con personalidad sobresaliente. Visionarios de mundos en fortalecimiento que fueron proponiendo con la angustia de un carácter espiritual memorizado. Dueños de una biografía luminosa que sigue dando vida, a través de una pedagogía militante que los ha convertido en seres perennes trascedentes. Así hallamos el ritual de la poesía en uno, el ritual de la conceptualidad ideológica en otro; mientras que otros, ritualizaron una capacidad inspiradora sorprendente por la fuerza de imágenes plásticas diversas, y de un orden moldeador de un maravilloso mundo figurativo concreto.

En el sentido global de los diferentes oficios de este grupo, se palpa eso que Humberto Díaz Casanueva llamó “facilidad jugosa”, una plenitud constructiva con sabor a raíces que, perteneciendo al terrazgo más local, abre luego en metáfora irradiante para aventar el producto de su lenguaje creador a los confines y hacerlo universal.

Retornan entonces en un resplandeciente manojo tributario los héroes culturales que acompañan esta VI Bienal: Salvador Valero, Antonio José Fernández (“El Hombre del Anillo”), Francisco Prada (“El Comandante Arauca”), Antonio Pérez Carmona, Eloísa Torres, Josefa Sulbarán, seres espirituales todos, intangibles, pero ciertos, como una conciencia viva en la colectividades sociales. Y este otro, Ramón Palomares, de corazón palpitante y espíritu bullente; de presencia animada y voz amigable, valores que como constructos, dimensionan el cálido y hermoso largo transitar de su existencia. 

De “corazón purísimo” vio hace años Patricia Guzmán a Palomares: Dijo Guzmán: “Si alguna vez observamos que la manos de Ramón Palomares tiemblan, es porque sujetan un corazón exaltado, que late y late para que no se la vaya la vida. Es el corazón de las palabras. Un corazón que no se deja arrancar sino por seres puros, hechos de agua clara y espirituosa”.

“Poeta grande Palomares, dijo Patricia, tiene la boca llena de flor de eneldo, de yerba. Nos habla pasito, pasito a la oreja del corazón”.

viernes, 16 de enero de 2015

FRANCISCO PRADA, UN HOMBRE ANTE EL TIEMPO



Pórtico
Estas palabras eran para decirlas en un homenaje preparado por el Museo Salvador Valero. En su oportunidad causas fortuitas hicieron suspender el acto. Hoy las colocamos en este portal como el homenaje que quisimos hacer a tan importante hombre contemporáneo.


   

         Francisco Prada es, desde ahora un hombre ante el tiempo, porque goza de una memoria trascendente. Tan es así que aquí estamos para conmemorarlo. Un hombre que es memoria, pues esa misma memoria viene desencadenando los homenajes que le hace el tiempo a quien fue un practicante de ciudadanía por los atributos que, como virtud, le llenaron la conciencia lúcida para la más definitiva de las autenticidades. A ver entonces, que con pocos sintagmas enunciativos podemos definirlo para saber que buscó una orientación que lo condujo por los caminos de una línea ideológica sobresaliente, dinámica y sólida; justamente la que lo hace acreedor a que su nombre se convierta en eponimia, en rasgo identitario, en camino a seguir por generaciones venideras. Su tiempo vive y su nombre es un espacio para la aventura creadora y transformadora, de los que como él entendieron al mundo de una manera distinta, humanizada y solidaria, pues eso es vivir de acuerdo a una moral desde el fondo de la conciencia, desde el mundo interior donde subyace el pensamiento para las mejores floraciones. Francisco Prada vive: su nombre desde la infinita distancia es una cercanía sin embargo; es un contertulio como siempre entre nosotros, y nos habla.
Francisco Prada, un amigo, un ser solidario que nos sigue dando la mano, y sigue sonriendo con nosotros. Y esa es la razón de este encuentro en el Museo, en su Museo, del que no puede alejarse, del que no dejaremos que se aleje, porque él es parte sustantiva de este lugar. Él ayudó a definirlo y a forjarlo, desde los puntos casi iniciales de su estructuración, hasta la cercanía de su muerte que no es muerte, sino lejanía que acerca; un ir que lo devuelve, un silencio que se convierte en alta voz, porque puede haber soledad de cuerpo, pero no hay soledad de espíritu en este caso, menos porque Prada sigue con sus ojos abiertos mirándonos a todos, a los artistas compañeros, a los creadores y amigos que aun lo necesitan, que lo van a seguir necesitando, porque lo que se siembra con amor renace con amor y cobra la propiedad de su permanencia en el tiempo.
De Prada podemos hablar en un plural que nos envuelve a todos, porque fácilmente es posible determinar que  sentimos las mismas emociones para referir su personalidad. Quiero decir, que lo que yo digo lo decimos como una coincidencia en la apreciación de lo que fue este hombre pleno por su senci­llez; y, al mismo tiempo, por su complejidad. Sencillez y complejidad como caracterizaciones de su personalidad. Y no lo digo con el sentido de la antinomia ni de la contrariedad, sino más bien desde una plenitud, una concurrencia y una armonización, como dejar ver que fue un hombre múltiple, capaz de hacer desparramar su personalidad en muchas direcciones, con un radio de acción y cubrimiento, desde la máxima sencillez posible en las cosas menudas de la cotidianidad como hombre del común, espontáneo, coloquial, informal, hasta un orden superior cuando tuvo que subir a los estrados en los que se hacía necesaria su condición académica y ductora. Entre esos saberes hizo debatir su vida, y eso lo convierte en sujeto trascendente, sin duda; en memoria y anhelo, como si dijéramos que aprender de su memoria es una buena forma de ser y de vivir.
Prada tiene muchas singularidades. Su plenitud es abarcadora. La irradiación de su personalidad tiene vértices que apuntan en muchas direcciones, como si se buscara en los demás y no en sí mismo. Esto último es un rasgo esencial de su personalidad: dar de sí, la entrega, a veces a una sola causa. Y esto es plausible. Otras veces, como su caso, entregarse también a una causa múltiple, pues fue un hombre incansable en el propósito del bien social común, de que la sociedad se dirija a un estatus solidario y compartido entre todos sin distingos, a que la existencia humana tenga un sentido de bienestar, de buena conciencia y  ética que conduzca con luminosidad a todo lo ancho del camino abierto. Puedo parafrasear y hacer uso de un lenguaje, apropiarme de otro lenguaje y hacerlo mío y decir con él: “en el bien, hay que buscar el bien y no la complacencia en uno mismo”, como hizo Prada siempre. Y todos los que lo conocimos podemos dar testimonio  de que él fue  así; que él siempre fue  así.
En otro sentido, puedo decir que Francisco Prada era hombre de saber culto, con una muy buena conformación cultural. En lo particular lo admiraba por la afluencia que encontraba en su palabra, en la expresión densa y rigurosa
de su conceptualidad. Pocas veces fue a un programa que yo conducía en la radio, y al hablar él, yo infería que estaba delante de un hombre intelectualmente bien formado, trajinado por una adquisición humanística de gran densidad, manejador de un consumado lenguaje formal, tanto que desafiaba al conocimiento por el   mismo conocimiento que tenía de las cosas. Y eso es muy importante para el liderazgo, y Prada fue un líder en plenitud expresiva porque conmovía y convencía con la palabra y, de igual forma por su praxis conductual. A cualquiera le gustaba leerlo también cuando era el género ensayístico o el simple artículo escrito, lo que le permita expresar su vasta ideología cultural, política, sociológica, filosófica, artística, porque manejó la dimensión del saber culto como un humanista en plenitud.
A veces uno se tropieza con individuos, o mejor, ciudadanos, porque ciudadanía es consciencia. Y provoca hacerles una petición o sugerencia. Podría decirse, no sé, si es un atrevimiento la propuesta, pero provoca hacerla. Es la de pedirles que aprovechen ese don, la plenitud de su lenguaje, la elevación del conocimiento poseído para expresarlos en obra escrita, que los hará trascendentes, sin duda. Hay  personajes en medio de nosotros que tienen esa capacidad adquirida, no sé si en­tre dones naturales y logrados. Pero cuánta memoria se ha perdido por el no hacer, por falta de esa necesaria entrega a la escritura de una pedagogía to­tal. Mi sugestión la he realizado a tres personalidades trujillanas: al Dr. Víctor Valera Martínez, a la Dra. Diana Rengifo de Briceño y la tercera personalidad a la que hice mi propuesta fue, precisamente, Francisco Prada, por signos de admiración y por el reconocimiento que daba a su formación intelectual, con la que seguramente pudo llenarnos de buenos libros que lo harían también, en la trascendencia del tiempo, una memoria escrita, una de las mejores y mayores memorias escritas de toda la bibliografía trujillana.
Otra faceta de la personalidad de este ciudadano a quien se exalta como premio moral, era sin duda, su don de gente, su calidad humana. La sencillez viene a ser también una grandeza en la persona, que la constituye en una referencia social colectiva. Eso fue Prada entre nosotros: una referencia social coti­diana, sobre todo en los últimos años de su vida que los dejó transcurrir por estas calles, y con un trato colectivo. Eso lo engrandecía aún más y lo hacía feliz, saber que era  un ser humano transitando entre el común de los seres humanos contemporáneos. Saber que la vida más auténtica es la que se vive en un diarismo coloquial, sencillo, comunicante; ese sabor a pueblo que llena las alforjas del espíritu por encima de cualquier otra riqueza; esa palabra dicha o escuchada en un diálogo fraterno, franco y cordial, en el que  los sintagmas de la  familiaridad se hacen núcleos expresivos, como que todos le decíamos “Flaco” para identificarlo, con el gesto y la risa por delante, en un recodo o en el alero de una casa; en la ventanilla del carro o en el momento de la compra del periódico. En todo lugar posible, los trujillanos y los no trujillanos, topábamos con la amistad de Francisco Prada, y ese signo amistoso es ahora una pedurabilidad de su tiempo en el espacio integral de la trujillanía.
Y el Museo Salvador Valero. Cómo no perpetuar el nombre de Francisco Prada  en los aposentos de esta casa de la cultura popular y académica, en el seno de la Universidad, que Museo y Universidad fueron hogar de Prada, no para la pernoctación sino para la gran aventura de su capacidad y sentimiento humanos. Constituyente social integral de esta institución. Fortaleció el espíritu existencial de este Museo por las intensas cruzadas de lucha que supo dar para su consolidación y su esplendencia. Personaje de primera fila cuando hubo que dar un grito de angustia   por las calamidades y penurias de la institución; pero también gritó muy fuerte el ¡hurra! colectivo de la celebración y de la gloria, constituyentes importantes en la dimensión existencial de este centro de la cultura plástica. Por él entonces, a la historia no la vamos a considerar como un hecho ya vivido, sino que tiene, a su vez, los signos prospectivos de una memoria por hacer, de una plenitud por lograr, de nuevos retos y compromisos que deben venir en los espacios de los tiempos prospectivamente, como misión y visión, y razón de ser también del museo popular que lleva el nombre imperecedero de Salvador Valero.
Finalmente, me gustaría decir que la palabra juntura, no es muy eufónica que se diga, pero aquí contiene o le queremos dar una significancia simbólica, porque recordamos con fidelidad la emoción filial y la vasta identidad espiritual de la expresión ¡SALVADOR!, que emitió Prada, cuando entraron a este recinto en la urnita blanca los restos inmortales de Salvador Valero. Y lo digo, porque, constituye un hermoso acto simbólico el que ahora se junten en estos aposentos los nombres portentosos de Salvador Valero y de Francisco Prada, como hermandad que será plenitud de memoria identitaria, otra presencia luminosa que hará más grande al Centro por los nombres y la fuerza espiritual desparramada, como la mágica miel cromática de las ya múltiples obras de creación artística que plenan y ornan la grandiosa biografía de este instituto, como el mayor referente de la vida cultural trujillana.
 Felicitamos entonces a los autores de esta acertada disposición: a la profesora Carmen Araujo y su valioso equipo; a su esposa Laura Pérez Carmona de Prada, hijos y familiares, a las autoridades universitarias, a los creadores plásticos y otras personas involucradas, porque vemos que sigue en ascenso la dimensión del Museo Salvador Valero, en sus realizaciones y en sus valores.