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lunes, 15 de diciembre de 2014

PASCUAS EN TRUJILLO



EL PESEBRE DE SAN JACINTO PATRIMONIO RELIGIOSO CULTURAL TANGIBLE
Alí Medina Machado
A María Barroeta, sanjacinteña de siempre

I. UN ACTO RELIGIOSO TRASCENDENTE
El Pesebre Navideño es una muy vieja costumbre y tradición cristiana que se pierde ya en la inmemoralidad del tiempo. Lo bíblico dice: “Y ocurrió que mientras estaba allí se cumplieron los días para el alumbramiento de ella, y dio a luz a su hijo, y lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre. Era el 25 de diciembre del año 748 de la fundación de Roma y 6 antes de nuestra era, reinaba en Judea Herodes el grande y en toda la tierra conocida Octavio Augusto César. Era el centro y la plenitud de todos los tiempos”. Y luego narra: "Afueras de Belén, pastizales de Betsaut atraídos bajo la escarcha de luna invierno. Hierba fría y tímido verdor…” Así cuenta la tradición.
         Y en la tradición venezolana, el Pesebre o Nacimiento, como se le llama también, símbolo casero desde las más viejas familias, como celebración del advenimiento del Niño Jesús. El Pesebre, prevaleciendo siempre sobre todos otros símbolos extraños que la modernidad ha querido imponer, sin que hasta ahora logren en verdad desplazarlo. El Pesebre o Nacimiento: clásico monumento de amor, de gracia, de verdad espiritual, que por esta fecha “descubre su ingenua composición: en primer término, el Sacro Niño en su nicho de paja; luego San José  con su vara florida y la Virgen  inclinada sobre el rostro de su hijos, como parte central del cuadro elaborado, de mil maneras y de mil también presencias. Y en otro espacio “se ven los Reyes Magos sobre sus camellos, seguidos por fastuosa comitiva, o bien prosternados ante  el Niño, en actitud de adoración y ofrenda”. Y luego… “aquí y allá, esparcidos profusamente, con menor  o mayor abundancia, según los casos, pastores cargados de presentes; conductores de rebaños incluso, cuyas ovejas, de modo milagroso, intuyen el prodigio, y como criaturas con uso de razón, pugnan por rendir también vasallaje…”
         Así, el aguinaldo tradicional, dice: “Vamos a Belén /donde hay maravillas/ a ver las ovejas/ caer de rodillas.
         En su acepción sígnica deviene en una simbolización pedagógica sensibilizada que enseña humildad y desprendimiento, si vemos que ese Pesebre latino es una especie de cajón donde duermen las bestias, o sitio destinado para tal fin (DRAE), los que nos infiere de donde proviene esa enseñanza cristiana que lleva siempre a una ascendencia en nuestra condición humana, una elevación despertadora de condición  formativa, pues no desmerita para nada, sino al contrario acrecienta un ánimo de conseguir condiciones sociales de valores, personalidad y ciudadanía, aun a pesar de haber tenido un origen  familiar muy humilde, como singulariza la lección del Pesebre que cuenta en su imagen total el acto histórico de aquel nacimiento.
La tradición del Pesebre entre nosotros, cuentan los cronistas, es an¬tigua, proviene desde la misma llegada del español a nuestra tierra, quienes trajeron consigo y las fueron imponiendo progresivamente, sus formas de vida, sus maneras culturales  y sus actos religiosos cristianos. Una de esas manifestaciones fue la del Pesebre, en tiempos decembrinos pascuales. Manuel Felipe Rugeles, folclorista tachirense refiere que"...fueron los padres franciscanos y agustinos quienes enseñaron, desde los primeros días de la Colonia, "a celebrar con júbilo la noche de la Natividad de Cristo, a erigir en los altares de sus conventos los tradicionales pesebres y a utilizar las raigas de pino, los   mugos y la yedra de los campos y hasta las rocas naturales para configurarlos". Y así, entendida en el tiempo aquella práctica por los confines venezolanos que iban apareciendo en el nuevo mapa colonial: en el oriente, en occidente, en el centro   del país, el pesebre en diciembre con sus particularidades regionales y locales precisas, pues sabemos la influencia que aportan los  localismos a la conducta y las prácticas humanas.
En nuestra provincia trujillana, entonces, desde la colonia también, desde la llegada de los clérigos españoles a mediados del siglo XVI, franciscanos y dominicos a los conventos de la ciudad que se iba armando urbanamente, y luego las monjas clarisas, dominicas del Regina Angelorum. Ellos y ellas fueron los que iniciaron por tiempos pascuales la edificación de aquellos vistosos y hermosos pesebres que en el tiempo histórico no son más que un patrimonio intangible subyacente, una memoria no olvidada ni dejada de practicar con constituyentes igualados a los originarios, tal el caso de los personajes humanos, como el Niño, La Virgen, San José, los Pastores, los Reyes...Y los animales: ‘la mula, el buey, las ovejas, pervivientes todos. Aunque  pudiera ser, tal anota la cronística, que "Actualmente aparecen pesebres electrificados, porque los tiempos cambian y hay que echar mano de cuantos recursos depara la moderna tecnología para hacer más atractivo el espectáculo."
En el proceso histórico vivido, a medida que se iban constituyendo las
ciudades y los pueblos, por tiempos decembrinos, debió extenderse asimismo la tradición del pesebre o nacimiento, constituyéndose este referente cultural popular cristiano que se ha mantenido incólume por los siglos hasta hoy, cuando podemos verlos como cuadros familiares y comunitarios multiformales y con significancias polisémicas. Así, modelizado uno por el folclorista Rafael Olivares Figueroa en minuciosa descripción: "Distribuidos por valles, lomas, cerros y llanuras, se ven caseríos, ventas molinos, y aun castillos y grupos de menestrales que caminan o se dedican a sus respectivos oficios de leñadores, queseros, tejedores, etc., sin que falten las lavanderas que sacan el cubo del aljibe, o bien restriegan o tuercen sus paños a orillas de los ríos de espejo y   musgos relucientes, saltos de agua y lagunas, decoradas con aves y  barquichuelos."
En nuestra entidad regional, diversos autores han recogido en una cronística diversa en tiempos y lugares, la literatura regresiva atinente al existencial de los pesebres, por lo que  vemos su fisonomía localista en la escritura de autores como Juan P. Bustillos, Antonio Pérez Carmona, José María Baptista, Rafael Benito Perdomo, Noel Araujo, S. Joaquín Delgado y otros, cuyas palabras literarias también recogieron en hermosos cuadros cromáticos y afectivos, lo comunicado por el simbolismo del pesebre, como reproductor de sentido de creencias y prácticas muy acentuados en conglomerados familiares comunitarios.  
Tomamos como referente al último de los cronistas nombrados quien nostálgicamente  subjetiviza aquellos tiempos pascuales al afirmar que desde   muy niño demostró sentimientos místicos por las cosas del Niño de Belén. "Recuerdo, escribe Delgado, que en el camino de las antiguas Araujas de Trujillo. (El antiguo Villorio- hoy convertido en popular barriada simpática) existía allí una casa que ostentaba en gruesas letras el nombre de Belén". El texto hace referencia a la "humilde aldea de palestina, donde se originó el cuadro histórico.” Y en la mitad de la página rememorativa, luego de espaciar  tiempos y recuerdos, anima que, "quizás aquella gente humilde que hizo grabar el nombre de Belén a su casa, no pensó siquiera que yo como niño, atento y observador, pudiera recordar hoy vivamente aquella otra, (...) o que por lo menos llegara a pensar en el sitio sagrado donde Jesús vino al mundo entre pajas, y animales domésticos."
En comentario en mi libro "Pascuas en Trujillo", que hago de  Juan P. Bustillos, sobre una crónica, suya-de 1896, hago notar, entre otros aspectos, lo que dice sobre el pesebre, ,y cito: “Dentro del recinto de la población  y sus suburbios inmediatos, hubo muchos pesebres., unos ricos y elegantes en variados objetos de porcelana, metal y madera, plateados, dorados., flores naturales y artificiales, ramos de plantas silvestres y particularidades artísticas extranjeras y del país; y otros, si modestos, construidos con refinado gusto. Más  luego, asienta Bustillos: “Desde el 24 de diciembre hasta el 6 de enero, la gente vagaba sin cesar por calles y caminos, contenta y animada, visitando al Niño y recreando la vista." Es decir, el acto ritual armado en todas partes como factor de creencia y praxis cultural espiritual, la capacidad creadora de una población un tanto disímil aunque animosa por igual en un compartir social si se hubiese hecho un pesebre total por la unificación de esa cultura participativa de una idea común plastificada a través de tantas pequeñas obras hogareñas individuales.
         Ya en tiempos de la modernidad, la persistencia cultural animada en cada diciembre por gente dispuesta a mantener la tradición; a reconstruir aquella realidad familiar proveniente de tiempos ancestrales, la realidad sobre el pequeño mundo de cientos de belenes concretos disponibles a la observación privada y colectiva:  el permiso para visitarlo y las gracias por permitir visitarlos: las dos frases tradicionales: “Un permisito para ver el pesebre”, y luego: “Muy bonito está  el pesebre”, como se estiló el comportamiento humano, más que todo de jóvenes en compañía andantes noche tras noche por las oscurecidas calles de los barrios en la costumbre ya fenecida de visitar los pesebres.

II. EL PESEBRE DE SAN JACINTO
El Pesebre de la Iglesia Colonial de San Jacinto, Parroquia Monseñor Carrillo del Municipio Trujillo, es un monumento de carácter cultural religioso que se anualiza en los tiempos decembrinos en la ciudad de Trujillo. Pertenece entonces al arte religioso y tiene una profunda connotación de fe y de creencia entre los trujillanos y los miles de turistas y personas que lo visitan en su exposición, en toda la dimensión del altar mayor de la histórica iglesia parroquial.
Este Pesebre, en sus ancestros, como pieza intangible, ha perdurado en los siglos, porque nada es más natural en la práctica religiosa cristiana católica que crear o recrear, en este caso, el retablo o pesebre en que nació el Niño Dios, nuestro Redentor, como lo cuenta el relato bíblico en sus pormenores. Los primeros pesebres fueron hechuras de la iglesia en todos los países católicos y en todos los templos del catolicismo. El primer pesebre o primer templo entonces, tuvo que haber sido aquel humilde lecho de paja en el que un 25 de diciembre nació el que sería El Salvador del Mundo.
En Trujillo, ciudad católica y mariana por antonomasia; ciudad de templos y conventos, desde sus mismos tiempos coloniales, la devoción por la hechura del pesebre deviene como una hermosa práctica desde los primeros momentos. A la ciudad vinieron congregaciones religiosas y sacerdotes. Y al nomás establecerse en este valle de los Mukas, desde el primer templo levantado, en aquel primer diciembre perdido en la lejanía de los años y de los siglos, allí, el oficio del sacerdote católico y la fe de los pocos pobladores seguramente, se dieron la mano para la fabricación del pesebre, además de que era una tradición que venía con ellos desde España. Lo mismo las imágenes del cuadro, cuya suma inicial ha sido desde siempre: el Niño, la Virgen San José, los Reyes Magos, los Pastores y el grupo de animales domésticos que cierran el cuadro del paisaje sacro en el establo rudimentario también de muchos valores y enseñanzas.
Así ha sido nuestra tradición, según narran los historiadores y los cronistas. En toda su historia, la ciudad se ha llenado de pesebres en todos sus diciembres, unos urbanos y otros rurales, pero todos hechos con amor y fidelidad a los mandatos espirituales y morales de la santa religión.
En la década de los años cincuenta del siglo XX, desde los primeros años, 1951, 1952, llegaron a Trujillo un pequeño grupo de sacerdotes pertenecientes a la Congregación Dominica de Santo Domingo de Guzmán. Venían de España a fundar un colegio privado católico en la ciudad. Entre el grupo; los padres dominicos: Mariano Martín, Gonzalo, Alonso, Mancebo, Patiño, Ortega, García. Y entre ellos sobresalía Fray Juan Francisco Hernández, llamado familiarmente “El Padre Canario”, por ser originario de las Islas Canarias-España. Con este sacerdote comenzó la historia de este Pesebre; del Pesebre trujillano como obra de arte, por su realización como cuadro o estampa de profundos contenidos en su realización total. El Padre Hernández se sumó desde el primer momento a la vida social y familiar de la ciudad. Y se vio desde entonces su activismo pastoral en los barrios, en la Radio Trujillo, y en hogares específicos que le abrieron sus puertas y lo recibieron con mucho cariño, porque conocían su propósito de servir totalmente a Trujillo, como efectivamente lo sirvió por espacio de más de cuarenta años, desde entonces.
Hizo el padre Hernández las casas de una urbanización en Santa Rosa. Hizo una programación radial “Emisión Gracia Plena”, de mucho contenido religioso; hizo trabajos artísticos de montajes teatrales en institutos como el Colegio Santa Ana y el mismo Colegio Francisco de Vitoria o Colegio de los Padres, como se llamó popularmente. En esos espacios se desbordó su capacidad creativa a través del teatro y de las artes plásticas, destacando el buen gusto de sus realizaciones, pues se había preparado para ello. Trujillo comenzó a sentir la obra del “Padre Canario”.
El padre comenzó a descubrir la inmensa idiosincrasia de los trujillanos. Y hubo familias que se convirtieron en su propia familia, por el grado de amistad naciente y fortificada en poco tiempo. Una de aquellas puertas abiertas al padre fue la de la familia Rosario Tavera, en la calle Bolívar, parte alta de la ciudad, en la cercanía de la Placita del Carmen. En ese hogar de valores cristianos está el génesis de lo que sería más tarde el Pesebre de San Jacinto, porque por diciembre en varios años, el padre Hernández en esa casa edificó el pesebre, no con el tamaño heroico con que años después hizo el de San Jacinto, pero si con los mismos componentes artístico-religiosos, las formas y el imaginario, el contexto gráfico que luego, en una dimensión grandiosa y perfeccionada con los años se vio plasmado en el Pesebre de San Jacinto, que lo comenzó a hacer con ánimos de perdurabilidad, desde 1958, cuando llegó al todavía lugar bucólico, en condición de Párroco.
Desde siempre, el pesebre de San Jacinto fue y es una obra de arte. Pero podemos decir que se perfeccionaba con el tiempo. Y el Padre Hernández consciente y feliz por su obra, se esmeraba en hacerlo mejor cada año, más vistoso y glorioso en búsqueda no sólo de cumplir con el ritual, sino de magnificar el significado religioso de aquel hecho de la Iglesia, manifestado en tan hermosa pieza de arte, entre lo propiamente plástico y la artesanía, por el imaginario, por el cromatismo, por los volúmenes y por la densidad afectiva desprendida de su entorno total.
El Pesebre de la Iglesia de San Jacinto ha sido en este largo tiempo, una oración devota por el Niño Jesús, una revelación de amor por sus hacedores, por ese grueso grupo familiar parroquial hermanado, teniendo como centro director al padre Hernández. Es el devocionario de hombres y mujeres participativos; nombres y apellidos familiares del lugar, todos a una poniendo sus ideas y sus manos en una construcción impecable y trascendente; efímera si, e interrumpida por la necesidad de desarmar el monumento; pero quedada todo el resto del año como un imaginario subyacente en la moral social pueblerina.
Hoy es un patrimonio cultural religioso de la ciudad de Trujillo. Así lo cataloga el colectivo social. Es también una obra patrimonial de nuestra Iglesia Católica. Es, a su vez, una herencia espiritual dejada a los trujillanos por aquel inolvidable sacerdote llamado Juan Francisco Hernández, que llegó un día a Trujillo y se hizo trujillano para el buen servicio, aquel que emerge de los valores humanos, desde la belleza del alma bien nacida.

jueves, 21 de agosto de 2014

SAN JACINTO / TIERRA DE ENCUENTROS




En San Jacinto permanecen los ancestros, es la tierra del origen por parte materna. Esta geografía creó amor con el alma de la abuela Juana, de nuestra madre Sofía, de la tía Laura, del tío Heriberto; mujeres y hombre trascendentes que mantuvieron encendida la luz familiar; y ya muertos, perviven en el memorial de todos los espacios, llenos de espíritu en el que solemos depositar querencias y nostalgias; recuerdos y homenajes.
En San Jacinto se hicieron los primeros amaneceres, sembrados en la infancia con lenguaje sencillo, fresco, como el agua del brevísimo riachuelo que solía corretear en el trasfondo del patio de la casa de la abuela, el mismo que resbalaba por el cerro contrario al “Miranday”. Y en las  cercanías  de la casona al frente, detrás de la Iglesia, altas montañas pobladas por los pájaros que aprendían,  para repetirla luego, la música sentimental escapada de la sinfonola del “bar” en las tardes silentes de la bohemia trujillana.
   San Jacinto, eternamente poético en todos sus caminos. Su historia es esencialmente familiar, como un gran hogar su valle enriquecido por la gran moral de todas sus familias, escribientes de esta historia magnifica con hombres y apellidos de Sarmientos, de Pachecos, de Parillis, de Troconis, de Becerras, de Aldanas, de Machados, de Contreras, de Villegas, etc. En este predio bucólico sobre los pisos  de su bella plaza, aprendimos a soñar la vida hace ya muchos años cuando la madre, desde lejano,  nos llevaba a visitar a los abuelos.

Nombres de Mujeres
         Nuestra abuela Juana fue una mujer de sueños. Ciega en la mayor vejez posible, atravesaba la plaza para asistir a las misas del Padre Hernández. Su acción y su reposo también era la religión; nos enseñaba leyendas religiosas sacadas de las sagradas escrituras, empeñada en tejer un evangelio en cada uno de nosotros, nos sentaba en su regazo para contar historias de Jesús y de la Virgen y nos armaba con la religión para que aprendiéramos a defendernos del pecado. Nuestra abuela Juana era la dueña del corazón de cada uno de nosotros. Aprendimos a tener la virtud de escuchar su leve voz en la inmensa jornada de cada visita, que se repetían, pues ejercía sobre nosotros un mágico influjo, como si en vez de voz poseyera música que le salía por la boca para llenarnos de armonías gratamente los oídos.
         Y su prolongación fue nuestra madre Sofía, por la que sólo solíamos sentir amor, porque estaba hecha de amor. Entre estas dos mujeres hubo un destino común: el amor. Sofía, oriunda de San Jacinto, se llevó el paisaje espiritual del pueblo en sus arterias, y ella era como el pueblo, dulce y quieta; apagada voz que se fue callando para dejarnos este silencio eterno con el que solemos rendirle culto en las horas abiertas de la vida. La lección de su silencio transmisor de espíritu subyace en sus hijos y en los hijos de sus hijos, para la reverencia que nos dijo hiciéramos al bien, a la justicia, a la vida misma.
Y la tía Laura que es ahora reposo también en el lecho de la noche, fue una mujer entera. Su soledad la compartía con la soledad de la casa de la que fue su último guardián auténtico. Desde el instante de su muerte todo acabó en aquel lugar. La muerte de Laura cerró la casa y acabó la historia viva, vertida ahora en recuerdo, en “corazón a la luz del recuerdo”.
Para hablar de San Jacinto se debe comenzar por estos aleros del alma en los que perviven los ancestros más bellos de la historia familiar.

Este Valle  es Historia
         Antes, San Jacinto fue una villa situada muy cerca de la ciudad. Nuestros abuelos, preparaban viajes para ir hasta el centro de la urbe. Una delgada carretera lo unía a Trujillo, la ciudad, allá abajo. En las tardes iban hasta sus predios los viajantes para darse un baño de naturaleza viva. Sus tardes, cuentan, eran magnificas, llenas de clima fresco, de cantos de pájaros, como ir a la tierra  prometida. Mas llegó el progreso, la ciudad necesitaba una expansión y entonces San Jacinto se hizo urbano. Le construyeron un camino grande y lo bautizaron con el nombre de Diego García de Paredes fundador de la ciudad.
A San Jacinto lo hicieron apéndice directo de la ciudad. Los abuelos entonces y los padres comenzaron a mirar más allá; viajemos, se dijeron, y con ellos viajaron sus hijos a poblar otras zonas de la misma ciudad. Mi madre, luego del casamiento, fue al encuentro de la Calle Arriba y es de allí, de donde provenimos, de aquella nueva tribu.
         Más que historia material, de expansión urbanística de bienes materiales, San Jacinto es historia de realizaciones humanas citadinas. Creció el pueblo por el significado de sus hijos entre ellos: Monseñor Carrillo, “Cartujo de la Vida” en el que sembró San Jacinto sus virtudes para representarlo. “Villita” se hizo tierra pródiga y sigue siendo un lugar de encanto; el doctor Carrillo emula desde ella las hazañas civilistas de sus antepasados, fundamentalmente de su abuelo Carrillo Guerra, transformador por la vasta empresa que hizo posible la cultura en los duros avatares de aquella cotidianidad de tiempos duros.

Una Geografía Romántica
         La geografía de San Jacinto tiene un tinte romántico. Su paisaje pareciera hecho para el sueño y la meditación. La filosofía trujillana ha debido nacer en estos predios en los que el hombre se apega a la tierra para vivirla en espíritu más que de cualquier otra forma posible. En San Jacinto (peculiar respuesta a María Briceño Iragorry) la historia y la geografía marchan al mismo tiempo. Aquí existe una sabia consagración del hombre a la geografía natal, por lo que una mirada basta para comprobar esta verdad: Hombres y geografía unidos, relacionados por la taciturnidad; pero productivos ambos, porque la tierra de San Jacinto hace nacer semillas germinadas en la verde vegetación que lo rodea  en todas sus estaciones. En su templo colonial está su sol, la eterna gravidez de su historia espiritual. La iglesia parroquial preside su vida total y favorece a los habitantes esencialmente cristianos.
La plaza de Monseñor Carrillo, luz sacerdotal, ahora de mármol blanco, es un parque esencialmente tradicional. Los más viejos signos visibles de su tiempo material provienen desde mucho más allá de la media centuria, aunque ahora tiene visos de modernidad. De grandes árboles, sus añosos pinos son paradigmas que hablan también de la rectitud existencial de Monseñor Carrillo, quien cumple su rectoría, desde el monumento consagratorio, acompañado del niño y del perro.
         Y adentrados en sus calles y recodos uno va descubriendo una mezcolanza arquitectónica que va desde los aleros moribundos, yermos, hasta la estética presencia de modernos ventanales, lo que sustancia el paso del tiempo generacional, el devenir, los pequeños signos que identifican las edades. Ambas enunciaciones son, sin embargo, “Huellas y sombras, huellas, marcas en la húmeda alfombra de la luz”.

Una Villa para la Esperanza
         Siempre será San Jacinto una villa para la esperanza, para la vida plena, la que se cumple desde adentro del corazón; esencialmente humana, cargada de afectividad. Pueblo profundo en el que nada es superficial, hay que hacerlo con su misma luz, en la misma dimensión de su paisaje. Nada de transformaciones profundas; nada  de especies raras, trasplantadas. Hay que dejarle intacta su propia identidad. A San Jacinto hay que seguirlo haciendo, sí, pero respetando su alma ancestral que todos conocemos y percibimos  sin necesidad de explicaciones. Hay que seguirlo viendo con los mismos ojos, que penetren sus paisajes de siempre, remozados si se quiere, restaurados si se quiere, pero que el alma sea la misma, por favor.
         San Jacinto merece una mano municipal que le limpie el rostro, que le haga el parque, que le arregle los caminos. Pero que su sol siga saliendo igual, que los insectos de sus jardines sean los mismos de  siempre. Conservando también es posible, la transformación y respetando los tiempos y los espacios se puede cabalmente ir al futuro.
         Ojalá un día aprendamos a romper los horizontes, no con las garras de las máquinas, sino simplemente con el aliento de nuestros corazones.

lunes, 11 de agosto de 2014

LA CIUDAD EN CIEN RECUERDOS / SAN JACINTO



LA IGLESIA DE SAN JACINTO

Verla cuando uno pasa por el lugar se convierte en una devoción de recuerdos. Es un hogar religioso que repotencia el pasado porque hace que revivan familiares cercanos ligados entrañablemente a la más hermosas biografía. La iglesia de San Jacinto, cómo vaga el tiempo en nuestra memoria y acerca los ámbitos de lo ya vivido, de lo hermoso y tempranamente vivido en esta patriecita amorosa que es nuestra ciudad del alma.
Discurría nuestra niñez, e íbamos periódicamente a ver a la abuela Juana en su casa frente a la plaza. Era aquella viejita un gran contenido humano espiritual, tenía grandes convicciones religiosas, y su catolicismo era eterno en las palabras que nos dirigía con tanta pedagogía creyente. La abuela, una inmensa gladiola despidiendo purezas, siempre florecida aquel signo de mujer espléndida, como que entendía la misión serena de la madurez humana sobre las conciencias que comienzan a formarse en plena adolescencia. Y así nos recibía en esa casa que se quedó grabada para siempre en los intersticios profundos de la memoria. Y al lado de la abuela, la tía Emma, muy lejano el recuerdo, pues fue referencial siempre entre nosotros, como que al fin, transcurridos los años, entendimos que vivía con otros familiares, aunque en el fondo la queríamos con la intensidad y el respeto con que nos enseñaron a tratar al grupo familiar; y la tía Laura, más nítido su resplandor, pues es memoria lírica de una deferencia sentida por su cercanía dilatada en años y vivencias, puesto que ella fue la continuadora de aquel tránsito de vida en esa casa, hasta su repentina muerte una tarde cargada de tristeza.

Y la correspondencia con la iglesia la hacemos porque este templo significó la ganancia del cielo para nuestra abuela, que iba a sus bancos, con la detenida pausa frecuente de sus penumbras visuales. En el otoño de su vida, solicitaba la abuela que la condujeran al templo a orar por ella y los suyos, seguramente, pues fue cristianamente la guardiana de todos, la que llevaba su oración pensada para dirigirla en plegaria a Dios por los suyos, por la vasta familia de la que fue tronco fecundo junto con el abuelo Fabricio. Ella, como iluminado firmamento brillante en el hilo del recuerdo que logra en nosotros un grado interesante de pertenencia a este viejo templo de varios siglos vividos. Ella, la abuela, capaz de deslumbrar el asombro, cuando ya casi ciega caminaba a través de la calle para aposentarse como por instinto, en el seno de la casa de Dios, con el amor profundo de saber que iba a rezar para conseguir la ventura de la salvación.
En aquellos años, temprana aún nuestra biografía, la trayectoria de aquella iglesia por la historia, no la conocíamos, ni estaba en nuestro cálculo aquel conocimiento. Años después, en la indagación documentaria, fueron apareciendo facetas del templo, de sus formas arquitectónicas, de sus contenidos sacros, de sacerdotes que vinieron a inventariarla, de sus despojos y ruinas, de sus reconstrucciones, de sus cofradías y sociedades; en fin, de esa levedad de hechos que, como capas superpuestas, van conformando el historial de los lugares y las personas como lo que refiere Rafael Ramón Castellanos, “que San Jacinto es la cabecera  del Municipio Monseñor Carrillo (……) que su origen se remonta al establecimiento allí de una misión para convertir al cristianismo a sus naturales. Fue elevado a la categoría de Parroquia Eclesiástica en 1790”, aunque para esa fecha ya era un pueblo  de edad, pues ya tenía templo construido cuando lo visitó el Obispo Mariano Martí, en 1777.


LA PLAZA DE MONSEÑOR CARRILLO

¡Qué hermosa la acaban de poner! Le limpiaron los paredones y las avenidas, los que, por más de la modernidad, siguen conteniendo las huellas del pasado, el pálpito espiritual de los hombres y mujeres que durante tantos años vivieron por ellos y por sus hijos, la historia local de esa hermosa comunidad aledaña. Estoy hablando de la Plaza de San Jacinto, denominación que engloba el ámbito total de un parque que es el corazón civil de la parroquia, y el alma, si esto lo vemos desde la dimensión interior.
La Plaza de varios de nuestros ancestros, por la vigorosa atadura que significan los abuelos y la madre; los tíos y otros familiares que la circunscribieron y que  hicieron que nosotros formásemos parte de ese círculo. De allí el amor y el recuerdo, y las vivencias que resuenan como teclas emocionales en las páginas de nuestra biografía, fundamentalmente de aquella risueña etapa de la más temprana juventud.
Cuando los tiempos se convierten en recuerdos, anidan internamente en uno y allí permanecen en el silencio que va imponiendo el transcurrir de la existencia. Los recuerdos subyacen mudos, con las propiedades de la nada. Sin embargo, en una impronta retrospectiva llegan de súbito como un viento fuerte, aunque también como una suave melodía enternecedora. Los recuerdos gratos nunca hincan los dientes en nuestra memoria, sino más bien la llenan de colores, si es que mentalmente las imágenes revisten algún cromatismo. Pero, definitivamente, eso nada importa sino el recuerdo en sí. Y en este momento cuando escribo sobre la Plaza de San Jacinto, visualizo la hermosura del suelo que arrulló y perfumó el ánimo del muchacho que atravesó sus corredores para ir en diligencia o simple curiosidad hacia el otro lado, allá luego de Ramón Terán y del Chato Valecillos, y de las sinuosidades de las callecitas, hasta lejano el espacio bucólico y vegetal de la casona de las viejitas Contreras que nos esperaban con nísperos maduros en las manos.

Las menudencias también hacen la historia porque dejan rastros y raíces, ya que son como plantas sembradas en la conciencia, espacio interior que acumula y guarda para la posteridad. Aquellas pequeñas latitudes, realidades de ese ayer en torno de la casa y Plaza de San Jacinto, son breves islotes en nuestra biografía personal, en una historia que es hoy miedo y tristeza, y hasta temor, porque todo va perdiendo la gracia y la fragancia. Pero, si la llevamos a ese ayer de años, no es miedo sino emoción; no es tristeza sino alegría, porque al atravesar la plaza, y al nomás trasponer aquellos pesados portones que daban a la calle, uno sabía que iba a gratos encuentros con personas amables que hablaban el murmullo de la familiaridad con la belleza de unos labios que gesticulaban susurros tiernos únicamente,
La Plaza de San Jacinto, con varios nombres a cuestas, aunque eso en el fondo poco importa cuando de ligar historias afectivas se trata, pues, qué importancia pudo tener para nosotros que se llamara Plaza Bolívar de San Jacinto, o Plaza Gómez, luego. Tal vez si nos llenó de lección conciencial el nombre que le dieron de Monseñor Carrillo, pues, con sólo mirar la dulzura de esa santo levita en el mármol majestuoso, uno se regocijaba de amor y de respeto, y se sentaba cerca para mirarlo a él y a su perro tan silenciosamente fiel.

LA ALCABALA DE SAN JACINTO

         En el transcurso de los años, retrospectivamente, uno se va encontrando con situaciones y circunstancias que le denuncian la presencia de organismos y personas vencidas por  el tiempo; fuentes de la organización social muy distintas a las que hoy existen; informaciones asentadas en los anales y memorias que dan cuenta de su funcionamiento o existencia, de su creación y eliminación, de los funcionarios que las sirvieron y hasta de su competencia, tal como se puede percibir en cualquier página de los documentos guardados en nuestros archivos. Es que antes, casi toda la organización del cuerpo burocrático e institucional era competencia del Ejecutivo Regional, es decir, que funcionaba todo regionalmente, no sé si era lo que ahora suele denominarse regionalización. Así, los tribunales eran regionales, y la renta de licores, y los impuestos y la educación y las leyes…Este es el caso de las llamadas alcabalas, que durante gran parte del siglo XX funcionaron en varios puntos del Estado, en la salida de Valera, en Motatán, en La Concepción, en Carache, en San Jacinto. Y es esta última la que recordamos pues estaba un poquito arriba de la iglesia, y  fue eliminada, pues de acuerdo a la resolución de su supresión no cumplía cabalmente con sus fines.
         Lo cierto es que entre el sueño y la realidad pervive en uno este  servicio del tránsito urbano, a veces no sé si es que en verdad existió o es una simple confusión lo que tengo, pero siempre ha estado en mí la idea de esta alcabala allí en San Jacinto, con sus funcionarios y su gruesa cadena. Deben haberla instalado por allá, por los años treinta, cuando comenzó a funcionar por tramos la delgada carretera de unión entre los distritos Trujillo y Boconó, aunque la carretera conducía también al Estado Lara, pues así estaba contemplado en el decreto ejecutivo que originó su construcción: Carretera Trujillo-Boconó-Lara.

RECUERDOS DE SAN JACINTO

         San Jacinto era muchas cosas; hoy, son muchos los recuerdos. Todos girando alrededor de la plaza, ya que al frente quedaba la casa de la abuela Juana, la de la Tía Laura y la del tío Heriberto. Todo alrededor de este círculo tan arraigado en los recuerdos que se siembran con fuerza en uno cuando provienen desde las edades tempranas, es decir, desde la niñez y la primera juventud. Uno llegaba al puente y comenzaba a descubrir los escenarios familiares, lo primero que asomaba era la casa de las Aldana, mujeres que dieron un sustancial aporte a la vida social de la parroquia. La esquina del señor Herminio donde tenía su bodega a la que nos mandaban a comprar pequeñas cosas que se necesitaban en la casa.  
Comenzábamos a subir y veíamos con agrado y admiración una casona amplia con una barda larga y blanca que llegaba hasta la plaza. Allí vivía una familia de apellido Canelón, y había frutales que sobresalían de la pared y veíamos las naranjas maduras que provocaban nuestro apetito, pero eran inalcanzables. Esa casona, como otras muchas, fue inexplicablemente demolida y es hoy erial, solar vacío que acusa. La primera curva de la plaza con el letrero sobresaliente indicador de la fecha de construcción del parque: 1938. Es que las obras de aquellos tiempos se conocen por su fisonomía de formas gruesas, paredones redondeados con cornisa superior y generalmente pintadas de blanco.
Muchos años después la plaza fue remodelada en su interior pero se le respetó la configuración externa. Altas escalinatas de acceso por las que subimos y bajamos muchas veces, lo mismo que en la siguiente esquina que daba al frente con el negocio del señor Ramón Terán. En esta parte, la escalera era menor, pues la calle en subida así lo exigía, y en la siguiente esquina, más bien las escaleras eran internas, es decir de la calle hacia la plaza. Allí estaba la Iglesia (hablo en pretérito para dar idea de que son recuerdos lo que asoman a mi mente en este momento, aunque mucho de lo que estoy citando permanece en la actualidad, como la Iglesia, por ejemplo). En la segunda esquina, hacía allá, quedaba una amplia calle, y al fondo la casa del señor José de la Paz Valecillos, luego un paredón blanco desde la curva hacia abajo, era el frente de la casa del señor Atilio Parilli. Todo este sector que en aquellos años aparecía desvencijado por el paso del tiempo y las inclemencias de la naturaleza, presenta hoy, sin embargo, un rostro muy limpio, con sus casas remodeladas y modernizadas.
Mi recuerdo, fidedignamente es otro, pues por allí transitamos a pie cuando íbamos desde la casa de la abuela hasta la vieja casona de las Contreras (Estanislao Contreras) que tenía un inmenso patio sembrado de frutas. Allí fueron los nísperos, las naranjas y las guanábanas que comimos con la completa complacencia de aquellas viejas mujeres de la casa. Esa ascendencia familiar también se la tragó el tiempo, así como a la casa en sus signos afectivos. Enfrente, en un murito alto y largo, la casona de los Sarmientos, no sé si de don Belarmino Sarmiento. Por allí cerca, los personajes más significativos de la población: los señores Segundo Barroeta, José Antonio Pacheco y, levemente en la memoria, el negocio del Señor Pablo Barreto. De ahí en adelante fue una especie de territorio vedado, pues comenzaba el camino del río arriba y eso era otra aventura que poco conocimos. Hacía arriba de la Iglesia, se abría el camino carretero para Boconó. Y había una alcabala con cadena gruesa y funcionario de turno. Una o dos casas a la orilla, y al final, el Bar Miranday. Hasta ahí también la aventura nuestra a pie. Esa zona fue seguramente un viejo cementerio, pues llegamos a encontrar huesos dispersos en esos terrenos. En la cuarta cuadra de la plaza, había unas casonas distintas a las modernas de hoy. En una funcionaba la prefectura, en la que despachaba el jefe civil (nombro a uno de ellos como emblemático, el señor Atilio Aldana). Y ahí estaba también el destacamento policial lo que indicaba de por sí el temor que nos inspiraba el lugar, en la otra casona, los servicios asistenciales del dispensario, remodelado después. A estos edificios los pintaron con ese color azul brillante en óleo que rompe con la armonía encalada y blancuzca del sector. Hacía arriba, en el otro callejón, las casas de dos familias de honda raigambre significativa en la comunidad sanjacintense: los Troconis y las Parilli: Don Rafael, telegrafista; la señora Hilda, Ada y Teresa, y el viejo emblemático carro verde hermoso; Dodge o Plymout, no recuerdo bien y la matica de mangos pequeñitos con trementina, de aquel sabor pegajoso en la boca, y la casona que fue demolida también inexplicablemente con sus árboles dentro; y lo que ahora es erial que acusa igualmente. Y detrás, la quebradita, hoy seca, a donde íbamos a pescar sapitos que allí abundaban. Sólo en el recuerdo quedan fijadas estas remembranzas que a veces vuelan retrospectivamente hasta la infancia.
         Y en la otra cuadra, hacia abajo: en la esquina, había ruinas de una casa en la que recuerdo mucho a mi abuelo Fabricio; luego, la casa de los abuelos con su solar grande y lleno de matas, con su árbol cuajado de dulces mamones y los mangos de bocado y una mata de anón y cambures en la vega; más abajo, la casa de la tía Laura y de su esposo Rubén Salas y la casona de las Salas, donde vivían Héctor, con su familia, Carlota, Ovidio el relojero, Carlitos y Hercilia, todos ya en la inmortalidad de la vida eterna. Tengo la impronta de don Temístocles Salas, aunque muy difuso. Hacía allá, la escuela de San Jacinto, y Fabricio estudiando en ella (Fabricio es mi primo materno Fabricio Pérez Machado). Antes de la escuela hubo en ese lugar una fábrica de mosaicos propiedad de Pedro J. Torres, aunque antes había sido del Dr. Italo Parilli. Asomaba a la izquierda un callejón que no sé si era de la familia Sarmiento, no recuerdo bien, o de los Pachecos. Y hacía lo lejos, el delgado camino del cementerio al cual he asistido una sola vez con motivo del sepelio de Rubén Salas, de eso ya hace ya muchos años. La casa de Don Atilio Aldana con una familia de afectos para nosotros… Abajo, una  callecita transversal con una familia muy nombrada: los Durán, cuyo padre, don Jesús Durán fue un gran ciudadano de muy gratos recuerdos también.
Qué otras cosas que vivencias y semblanzas conforman el cuerpo virtual de nuestros recuerdos, como manchas difusas agolpadas en un imaginario latente que se desnuda a veces para florecer en pasajes y estampas de honda indefinición afectiva; pero que, sin embargo, laceran un poquito nuestra vida espiritual.

VILLITA O LA HERMOSURA CAMPESTRE

Como un tierno pesebre sería esto antes; esto que desde tiempo se llama Villita, sector de San Jacinto, un poquito arriba del Parque “Rómulo Gallegos”, en una orilla del Río Castán, que delgadito ya, baja desde las estribaciones de las montañas; Villita, que ahora rompió el encanto de su soledad, pues desde distintos puntos de la ciudad vinieron estos nuevos pobladores a establecerse en una también bucólica urbanización llena de quintas y modernidades. Villita está en la biografía de don Pedro Carrillo Márquez, casa de campo para descansar posiblemente los fines de semana; reservorio de verde naturaleza matizada por el rumor generado por el río quejumbroso y friolento.
En Villita convivieron antes muy pocas familias, pues su dimensión es concreta, físicamente hablando; pero de su seno salieron en los tiempos de antes las palabras de un buen maestro que lo fue Carrillo Márquez, y luego por extensión, la palabra historiográfica de Marcos Rubén Carrillo. Pero, Villita la aurora rural más bella de la población sanjacinteña, fue tránsito de a pie hacia abajo, cuando venían los campesinos de la Quebrada de Ramos y sitios cercanos de Sabanetas, o cuando regresaban, luego de cumplir jornadas de apuro en la ciudad. Villita fue testigo de aquellos cargados arreos caballares y mulares que estacionaron hasta hace pocos años en ese callejón donde, recuerdo, vivieron los Contreras y los Sarmientos, dos apellidos que cabalgan en la historia lugareña.
Villita fue y sigue siendo hermoso lugar para el remanso. Todo allí es quietud, silencio matutino y vespertino. Y en las noche, allá arriba, en su cielo “semi/claro o semi/oscuro, se revientan las estrellas de lo apretadas que aparecen / en constelaciones que alumbran esta reducida / caja de resonancia natural”. 



EL BAR MIRANDAY

Existen en nuestra ciudad personajes populares que supieron vivir a plenitud su vida,  y que permanecen por eso gravitando sobre la atmósfera existencial de la comunidad. Tal es el caso del señor José Parilli que siempre se nombra para bien, para la sana anécdota y para el mejor regocijo. Y en torno a su figura aparece el famoso Bar Miranday que él gerenció en la parte final de su vida.
Este centro social situado en la parte alta de San Jacinto, lleva consigo un largo historial en la vida sentimental y bohemia de Trujillo. Quizás sea uno de los centros sociales que encierra el mayor simbolismo y signo de la trujillanidad, no sólo porque fue inmortalizado en la canción “Trujillo”, del autor larense Juan Ramón Barrios, sino porque en su interior se sucedieron las mejores concurrencias de personajes nativos y visitantes, y las grandes batallas del pensamiento social, artístico, folklórico y etílico de gran parte del siglo XX trujillano. Viejo bar al que se iba para desde su otero ver abajo a la romántica explanada de San Jacinto, y venirse en sueño hasta el centro de la ciudad, en ese eterno mirar espiritual que tenemos los trujillanos. Allí soñaron amores, canciones y poemas aquellas generaciones de los años cuarenta y cincuenta. Y hasta allí  fueron luego los hijos a deleitarse con el cuento y la anécdota de lo que hicieron aquellos anteriores pobladores que viven latentes en el ánimo histórico popular de la ciudad. Este centro social quedó inmortalizado en el exquisito vals Trujillo, una de cuyas estrofas dice:
“Quisiera/respirar tu aire puro/
y extasiarme escuchando/subido al Miranday/
un vals/ del maestro Laudelino,/
y ver como el poblado/siente ansias de volar”