domingo, 28 de mayo de 2017

EL HIMNO AL ÁRBOL

La escuela venezolana se ilumina musicalmente el último domingo de mayo con la celebración del Día del Árbol. Este día se canta. Sobre las baldosas de las escuelas cantan los niños y los maestros  el Himno al Árbol. Ya son fastos  remotos. En este tiempo lo siguen cantando, por lo que, afortunadamente, se conserva la tradición “Al árbol debemos  solícito amor, / jamás olvidemos que es obra de Dios. / El árbol da sombra/ como el cielo fe, / con flores alfombra/ su sólido pie.”

El talento de los maestros  se manifiesta en esta fecha escolar  tan hermosa, y la alegría de los niños. Los maestros  inculcan en los niños,  en este día, un gran amor por el árbol. Muchos de ellos  los llevan directamente hasta la naturaleza cercana. Les hablan del árbol con mucha reverencia y respeto. Estremecen sus corazones delante de las especies. Les infunden respeto por ese símbolo vegetal. Y los niños, alrededor de los árboles, comienzan a jugar y a retozar alegremente.   “Sus ramas frondosas/ aquí extenderá/ y flores y frutos/ a todos dará”,

Fuimos  escolares de aquellos tiempos, y llegamos a cantar este himno muchas veces. Nos llevaron los maestros a los campos cercanos, a la naturaleza en vivo. Y de aquellos árboles comimos sus frutos: los mangos, los mamones, las guayabas, los nísperos, los anones, los caimitos… El paseo escolar por esa ruralía cercana se hizo inolvidable. Uno quería comprender el sentido de la estrofa cuando encontraba aquellos árboles frutales en las gargantas de los caminos. Eran héroes y santos para nosotros. Solíamos coronarlos al verlos repletos de tan sabrosos frutos. “Él es tan fecundo/ rico sin igual, /que sin él el mundo/sería un erial.”

La riqueza de los árboles la veíamos en sus ramas, en sus hojas, en sus frutos. Árboles de verdes distintos, de hojas distintas, de troncos  distintos. Árboles que no dejaban que se afectara la tierra y por eso no había tanta erosión, ni grandes grietas en los cerros, ni extensiones peladas como ahora. No era un erial el mundo, aunque hoy está a punto de serlo. “No tendría palacios/ el hombre, ni hogar, / ni aves los espacios, / ni velas el mar.”

Tal vez en aquel lejano tiempo escolar, no llegamos a comprender cabalmente el sentido de algunas de estas estrofas. Feliz el poeta que si las comprendió al escribirlas. Pero, el tiempo nos fue enseñando que del árbol emergen tantas cosas. Que, inclusive, es un rico bastión del idioma por tantas palabras que genera su existencia útil. “Ni santuario digno/ para la oración, / Ni el augusto signo de la redención.”

Las iglesias, los templos se gestan en el árbol. Ellos son la génesis de sus grandes columnas, como los “cedros centenarios” de la iglesia matriz de Trujillo. El árbol purifica el sentido de Dios en las iglesias. Sustenta la huella de Dios, su presencia, su hálito de gloria. Por eso se habla de que es signo de la redención, por los maderos, por sus aromas, por sus perfumes regados en su propio e inasible misterio sacro. “No existían flores, / ni incienso, ni unción, / ni suaves olores/ que ofrendar a Dios.”

Y continúa el halo de evasión, el gozo de su fiesta sagrada. El árbol lo da todo en el júbilo eclesial del hombre. Las oscuras pátinas del tiempo de la existencia conservan el olor del  árbol  que  jamás muere, pues se hace recuerdo en los recintos, en el viejo mito, en los marcos del mármol de los frontispicios, en el aliento de los huesos de nuestros  padres, en los horcones antiguos de las primeras casas. En fin, en todo lo que es ofrenda, el árbol corona la existencia como un himno.

Mayo existe en nosotros por varias cosas: por la fiesta de la Cruz, tan hermosa, y por la fiesta del árbol, cuyo himno llena en este tiempo un cuenco de nostalgias. “Al llegar el mes de mayo, sentimos una sensación de primavera. En nuestras escuelas, llenas de claridad y de esperanza, y en las voces de los niños impregnadas de dulzura y amor, ha hecho nido una hermosa canción: es el Himno al Árbol.”

Iluminemos todos este último domingo de mayo. Al precio del amor cantemos la canción escolar. Que un gozo y un placer infinitos nos alcance. Que nuestras voces sean iguales a las voces de los niños. Cantemos esta estrofa fecunda: “Al árbol debemos/ solícito amor, / jamás olvidemos/ que es obra de Dios.”  

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