La escuela venezolana se ilumina
musicalmente el último domingo de mayo con la celebración del Día del Árbol.
Este día se canta. Sobre las baldosas de las escuelas cantan los niños y los
maestros el Himno al Árbol. Ya son
fastos remotos. En este tiempo lo siguen
cantando, por lo que, afortunadamente, se conserva la tradición “Al árbol debemos solícito amor, / jamás olvidemos que es obra
de Dios. / El árbol da sombra/ como el cielo fe, / con flores alfombra/ su
sólido pie.”
El talento de los maestros se manifiesta en esta fecha escolar tan hermosa, y la alegría de los niños. Los
maestros inculcan en los niños, en este día, un gran amor por el árbol.
Muchos de ellos los llevan directamente
hasta la naturaleza cercana. Les hablan del árbol con mucha reverencia y
respeto. Estremecen sus corazones delante de las especies. Les infunden respeto
por ese símbolo vegetal. Y los niños, alrededor de los árboles, comienzan a
jugar y a retozar alegremente. “Sus ramas frondosas/ aquí extenderá/ y flores
y frutos/ a todos dará”,
Fuimos escolares de aquellos tiempos, y llegamos a cantar este himno muchas veces. Nos llevaron los maestros a los campos cercanos, a la naturaleza en vivo. Y de aquellos árboles comimos sus frutos: los mangos, los mamones, las guayabas, los nísperos, los anones, los caimitos… El paseo escolar por esa ruralía cercana se hizo inolvidable. Uno quería comprender el sentido de la estrofa cuando encontraba aquellos árboles frutales en las gargantas de los caminos. Eran héroes y santos para nosotros. Solíamos coronarlos al verlos repletos de tan sabrosos frutos. “Él es tan fecundo/ rico sin igual, /que sin él el mundo/sería un erial.”
La riqueza de los árboles la veíamos
en sus ramas, en sus hojas, en sus frutos. Árboles de verdes distintos, de
hojas distintas, de troncos distintos.
Árboles que no dejaban que se afectara la tierra y por eso no había tanta
erosión, ni grandes grietas en los cerros, ni extensiones peladas como ahora.
No era un erial el mundo, aunque hoy está a punto de serlo. “No tendría
palacios/ el hombre, ni hogar, / ni aves los espacios, / ni velas el mar.”
Tal vez en aquel lejano tiempo escolar,
no llegamos a comprender cabalmente el sentido de algunas de estas estrofas.
Feliz el poeta que si las comprendió al escribirlas. Pero, el tiempo nos fue
enseñando que del árbol emergen tantas cosas. Que, inclusive, es un rico
bastión del idioma por tantas palabras que genera su existencia útil. “Ni
santuario digno/ para la oración, / Ni el augusto signo de la redención.”
Las iglesias, los templos se gestan en
el árbol. Ellos son la génesis de sus grandes columnas, como los “cedros
centenarios” de la iglesia matriz de Trujillo. El árbol purifica el sentido de
Dios en las iglesias. Sustenta la huella de Dios, su presencia, su hálito de
gloria. Por eso se habla de que es signo de la redención, por los maderos, por
sus aromas, por sus perfumes regados en su propio e inasible misterio sacro. “No
existían flores, / ni incienso, ni unción, / ni suaves olores/ que ofrendar a
Dios.”
Y continúa el halo de evasión, el gozo de su fiesta sagrada. El árbol lo da todo en el júbilo eclesial del hombre. Las oscuras pátinas del tiempo de la existencia conservan el olor del árbol que jamás muere, pues se hace recuerdo en los recintos, en el viejo mito, en los marcos del mármol de los frontispicios, en el aliento de los huesos de nuestros padres, en los horcones antiguos de las primeras casas. En fin, en todo lo que es ofrenda, el árbol corona la existencia como un himno.
Mayo existe en nosotros por varias
cosas: por la fiesta de la Cruz, tan hermosa, y por la fiesta del árbol, cuyo
himno llena en este tiempo un cuenco de nostalgias. “Al llegar el mes de mayo,
sentimos una sensación de primavera. En nuestras escuelas, llenas de claridad y
de esperanza, y en las voces de los niños impregnadas de dulzura y amor, ha
hecho nido una hermosa canción: es el Himno al Árbol.”
Iluminemos todos este último domingo
de mayo. Al precio del amor cantemos la canción escolar. Que un gozo y un
placer infinitos nos alcance. Que nuestras voces sean iguales a las voces de
los niños. Cantemos esta estrofa fecunda: “Al árbol debemos/ solícito amor, /
jamás olvidemos/ que es obra de Dios.”
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