miércoles, 6 de enero de 2016

LOS ADORADOS REYES MAGOS

Siempre así, adoradores ellos y adorados ellos por todos: los Tres Reyes Magos llegan en estos primeros días del año, para contentamiento de la humanidad asidua a la tradición, admirada del escenario fastuoso por el rico atuendo, aunque sencillo, en el sentido popular de la celebración religiosa. Y de lo religioso, pasa a lo popular, con el objetivo de alegrar al pueblo, fundamentalmente a los niños del mundo, que los sienten venir, que les escriben cartas petitorias, y que por nada aceptarían otra versión que aquella de la fidelidad a la creencia que los humaniza y familiariza, hasta hacerlos padrinos o compadres en el círculo breve de un hogar determinado.

Los Reyes de la tradición enseñan muchas cosas. La iglesia los puso en el lugar de las escrituras con una misión determinada. El objetivo supremo es reconocer la superioridad de Aquel que nació Niño y Rey absoluto del universo. El Unigénito, el Mesías, el anunciado por la historia para librar las grandes causas de la humanidad. A ese Rey grande habrían de venir a rendir culto los Tres Reyes Magos de Oriente. Desde los lejanos horizontes llegaría el cumplido de una adoración filial, a entregar riquezas y honores, a rendir una cálida emoción de obediencia. La iglesia refiere entonces la actitud de estos varones poseídos de una gran humildad por encima de toda otra caracterización. La adoración de los Reyes Magos como acto divino. La leyenda se ha quedado en la historia. Se ha agigantado con el paso de los siglos, porque en tanto haya una nueva visión o versión dadas por el artista o el poeta, allí estará la vigencia de estos tres reyes especiales, que siguen diciendo a la humanidad la conveniencia de aceptar supremacías, superioridades, estrados por encima, como lección para nunca creerse el ungido definitivo, porque en resumidas cuentas, nadie tiene la última verdad, ni ocupa el lugar supremo, sino Aquel que es Dios, y que reúne condiciones impuestas por el Padre, como paradoja, el mismo Hijo, es decir, la misma grandeza, elevada arriba, en el Cielo.

Los Reyes de túnicas vistosas. Así los recuerdo siempre. Mi madre los guardaba con suma reverencia. Jamás en los cajones se ajaron sus vestidos. Si acaso un leve raspón en la nariz de Gaspar o un leve desteñido de la túnica de Baltasar. Pero, en definitiva, los tres respetados señores de tantos años de infancia y adolescencia, vivían en mi casa en las mejores condiciones, muy cerca del altar de los santos, pues al fin y al cabo ellos también son santos. Rezongaba mi madre cuando alguno de nosotros se atrevía a remover la caja, para mirar en su interior el rostro de ébano del Rey Negro.

Y los artistas han conformado un legado histórico para testimoniar su admiración por las tres personas reales. Unos los colocan en el momento supremo de la adoración. Otros en la larga caminata desde los países orientales. Otros más, en las cercanías del Portal de Belén. Ahí, en la antesala del pesebre, alegrando el rostro sorprendido del recién nacido, que hasta el momento de la llegada de los Reyes era sólo heno y animales, y estos últimos alarmados también por la angelical mirada de la Virgen María, la Madre de la excelsa criatura naciente. Los Reyes depositando cumplidos en el portal del otro Rey, del que habían recibido noticias por el brillo mayúsculo de las estrellas, y por la comunicación directa de los ángeles, que fueron por el mundo anunciando la nueva del nacimiento del Hijo de Dios.


Los santos Reyes Magos viven eternamente. Están siempre en medio de los hombres de bien. En la grandeza de una fe que no muere por su sinceridad. Monarcas de la ingenuidad en lo que de puro tiene el corazón de los hombres. Vivieron llenos de humildad. Fueron a postrarse delante de Aquel que no conocían sino por revelaciones divinas. A Él sirvieron con devoción y desprendimiento. Por eso ellos viven en nosotros, en nuestra eterna devoción.