“Son símbolos los pájaros, dice
Eduardo Moga, los insectos, huéspedes habituales de los poemas, trepidaciones
violentas. Muchos poemas aluden a esta disipación cinética, simbolizan la
fluctuación y la órbita, el yo y el cosmos, no son sino formas distintas de un
mismo latido, jubilosos y desconcertado.”
Y revela Ramón Palomares, en su poema
“En el patio”: pues me entretuve entre las flores del patio/ con las cayenas/
gozando con las hojas y los rayos del cielo./ Aquí pongo mi cama y me acuesto/
y me doy un baño de flores./ Y después
saldré a decirles a las culebras/ y a
las gallinas/ y a todos los árboles./ Me estuve sobre las betulias y
sobre las tejas/ de rosas/ conversando, cenando, escuchando al viento./ Yo me
voy a encontrar un caballo y seremos/ amigos.
La literatura, como vemos, es una
perduración del tiempo en el tiempo. Y el arte lo mismo. La literatura tiene
una profunda significación humana, todo lo teje y lo desteje. Se junta con el
arte, en este caso, y andan juntos hablando del hombre y de lo que éste es
capaz de hacer como artista, como creador. Y otros hombres, perdurables
también, aparecen para hablar con propiedad de estas cosas de la literatura y
el arte. Hacen lenguaje ideológico de la más fina pureza y producen un discurso
que trasciende. Por eso, la literatura y el arte: palabra e imagen para el
juego de la creación, animan al hombre como proponente y al hombre por igual
como destinatario, que ambos se casan en una juntura para la realización que
viene del “no ser al ser”, esa cualidad que da Platón a todo acto de creación
humana.
La literatura, fenómeno implícitamente
humano ha sido ese perenne trajinar del lenguaje por los ámbitos eternos para
que el ser viva en la más saludable condición del espíritu, que mire al mundo y
sus realidades y lo internalice como una consumación. Ante la palabra creadora
y ante la imagen que se detiene perdurable en un cuadro o una estructura
trabajada con el ahínco afectivo el hombre se redime y se recoge para el gozo y
el placer. Y viene la literatura en un viaje de aventura anímica por todas las
vertientes del tiempo, ascendiendo y descendiendo por las órbitas de todos los
espacios por los que el hombre vive su recogimiento creador para aventarlo
luego hecho lenguaje literario, con realizaciones que iluminan en muy distintas
proporciones, jerarquizaciones que van alcanzando lugares cercanos y lejanos,
bifurcaciones que van apareciendo buscando humanidad para contar o dejar ver
las emanaciones hermosas que fluyen desde un corazón hecho para las floraciones
y realizaciones, las afluencias infinitas de los que se llaman artistas o
creadores “movidos por una esperanza y girantes en torno a una emoción
perenne”, como habló de innovación un día nuestro escritor trujillano Ramón
González Paredes.
La literatura que de cerca se aleja o
se queda cercana; la literatura desde los ámbitos más diversos universales
recibida como una plasmación cultural de un producto necesario también para la
vida, como un encantamiento que atrae y da de beber su zumo en la línea de una
cultura comunicadora.
La literatura que nos congrega bajo el
nombre integrador de Ramón Palomares. Hombre mágico dueño de un hacer poético
vivencial sacado de las entrañas de la tierra y que por ancestros amorosos “ha
dado vastedad al terruño y lo ha hecho ecuménico”, como asienta gran parte de
su producción literaria y de lo que de él se ha dicho como escritor fundamental
contemporáneo venezolano. Palomares, el más puro morador de toda la comarca
trujillana con vínculos nacidos desde las cosas más sencillas tornadas en
imágenes poéticas y por cuya vitalidad creadora todo ese imaginario pasó a
formar un orbe, un gran sustantivo, un resplandor que nos conmueve y enamora.
Ya lo había anotado Luis Albert Crespo al ver en Palomares siempre el
encantamiento: “Gran creador de hechizos verbales que universalizó las voces
rurales dándoles una resonancia de primer día de la creación”. Y agrega Crespo:
“Algunas vez hubo este diálogo, cuando el día se iba y el poeta regresaba con
la palabra a aquellos límites que formaron su asombro definitivo frente al
mundo”
Insistir en que asumir una posición es
un acto de honda responsabilidad, y es un valor acendrado en ciudadanos de
bien. Ellos se imbuyen en esa responsabilidad y ganan tiempo al tiempo para la
fabricación de una obra. Hacen memoria y fijan cánones de acción. Hacen examen
y proponen como consecuencia, un programa de proyectos múltiples que van
irradiando periódicamente un conjunto de acciones concretas que se hacinan y
son entonces una memoria trascendente. Corto se hace a veces el tiempo para
ciudadanos que son puestos en posición de destino público y trabajan con
efectividad y aciertos. Uno de estos ciudadanos es Pedro Ruiz, quien siendo
Director de Cultura del estado dispuso la creación de varios programas que han
trascendido y son una plenitud.
La obra fundamental de Pedro Ruiz es
la Bienal de Literatura “Ramón Palomares”. Esta bienal, ya larga por sus seis
ediciones, se mantiene en el tiempo y es enriquecedora, como transforman y
robustecen las obras bien pensadas por necesarias y bien armadas, por su
importancia, como es una bienal de literatura, si vemos, como en nuestro caso, que
la literatura es uno de los bienes patrimoniales más importantes en el devenir
histórico contemporáneo de la trujillanía. Ha habido en Trujillo una vasta
producción bibliográfica, cientos y cientos de autores y cientos y cientos de
libros de todos los temas y materias, como si la inteligencia lúcida de los
hombres y mujeres de esta tierra estuviera marcada por el estremecimiento de la
palabra escrita. Por su bibliografía, por su literatura, Trujillo amarró para
siempre su inmortalidad, la trascendencia cultural nuestra se muestra por la
puerta de la literatura, de todos sus quehaceres y satisfaciendo en grande las
exigencias más profundas que pide el lenguaje al hombre para que surja las
trascendencia.
La Bienal de Literatura Ramón Palomares
resplandece en toda su magnitud y eso es muy importante para nosotros. Ella
viene a ser una gran vigilia cultural, una animación fulgurante de honda participación.
Gravita en torno a ella una realidad literaria viva que hace del estado un gran
receptor de escritura, de buena escritura y de oficio literario. La Bienal es
sentimiento, es creatividad, es belleza. Es un programa paradigmático que llama
a la concurrencia y a un torneo de sana competitividad. Tiene un árbitro moral
muy grande, un referente espiritual muy acendrado, un ente inspirador modélico
que no es otro que Ramón Palomares. La Bienal entonces, según el sintagma
poético de Ramón Ordaz es “un óbolo de amor con sangre de ancestros”.
Esta VI Bienal es un tributo y un
reconocimiento a la cultura trujillana, por el homenaje que se hace a algunos
de sus nombres más representativos, tanto de la escritura, como de la plástica.
De ellos con anterioridad hemos hablado ya, pero lo que se diga sobre ellos no
es simple reiteración sino reforzamiento, pues escribió Oscar Gerardo Ramos,
colombiano, en La parábola estética de Guillermo Valencia que, “la entonación
emotiva, aquilata lo emocional” (…) Y que, “son testimonio de cómo una vivencia
en vez de arranque del sentimiento o análisis de raciocinio, puede
esculturizarse entre palabras”. Por su parte, Antonio Gundín habló una vez
sobre “el retorno de los héroes culturales” que es precisamente eso, la nominación
hecha por una conciencia institucional que, a través de un evento significativo
hace recordación de aquellos personajes que fijaron rumbos transformadores a su
vida, vislumbraron que la vida debe ser un servicio constructivo, una jornada
dura en la fabricación de una obra puesta al descubierto para que otros muchos -ad
infinitum-, sobre un orbe socializado, las descubran como fuentes vivas de
verdaderos nutrientes para el gozo y el placer, y más aún, con una densidad
conceptual, fijarse en ellas y sacar de ellas un aprovechamiento en orden
también formativo educacional y culturizante.
Seis personajes de este tiempo todos conforman el
aura espiritual de esta nueva bienal nacional de Literatura, en su sexta
edición, lo que habla de su importancia como programa estable. No es entonces
una simple novedad circunstancial, sino tiene el arrojo de la permanencia y la
disposición de sus creadores y organizadores por garantizar un suceso de
altura, grande en su morfología integral, en proyección a destacar la escritura
como un quehacer que rebasa las improntas y la momentaneidad.
Los homenajeados son trujillanos perdurables, a los
que el tiempo ensancha los ámbitos de su significancia intelectual.
Constructores de obras trascendentes, de lenguajes sólidos, de acentos
humanísticos con personalidad sobresaliente. Visionarios de mundos en
fortalecimiento que fueron proponiendo con la angustia de un carácter
espiritual memorizado. Dueños de una biografía luminosa que sigue dando vida, a
través de una pedagogía militante que los ha convertido en seres perennes
trascedentes. Así hallamos el ritual de la poesía en uno, el ritual de la
conceptualidad ideológica en otro; mientras que otros, ritualizaron una
capacidad inspiradora sorprendente por la fuerza de imágenes plásticas
diversas, y de un orden moldeador de un maravilloso mundo figurativo concreto.
En el
sentido global de los diferentes oficios de este grupo, se palpa eso que Humberto
Díaz Casanueva llamó “facilidad jugosa”, una plenitud constructiva con sabor a raíces
que, perteneciendo al terrazgo más local, abre luego en metáfora irradiante para
aventar el producto de su lenguaje creador a los confines y hacerlo universal.
Retornan entonces en un
resplandeciente manojo tributario los héroes culturales que acompañan esta VI
Bienal: Salvador Valero, Antonio José Fernández (“El Hombre del Anillo”),
Francisco Prada (“El Comandante Arauca”), Antonio Pérez Carmona, Eloísa Torres,
Josefa Sulbarán, seres espirituales todos, intangibles, pero ciertos, como una
conciencia viva en la colectividades sociales. Y este otro, Ramón Palomares, de
corazón palpitante y espíritu bullente; de presencia animada y voz amigable,
valores que como constructos, dimensionan el cálido y hermoso largo transitar
de su existencia.
De “corazón purísimo” vio hace años
Patricia Guzmán a Palomares: Dijo Guzmán: “Si alguna vez observamos que la
manos de Ramón Palomares tiemblan, es porque sujetan un corazón exaltado, que
late y late para que no se la vaya la vida. Es el corazón de las palabras. Un
corazón que no se deja arrancar sino por seres puros, hechos de agua clara y
espirituosa”.
“Poeta grande Palomares, dijo
Patricia, tiene la boca llena de flor de eneldo, de yerba. Nos habla pasito,
pasito a la oreja del corazón”.