EXORDIO
La historia nos hace sentir cómplices de los que
supieron ser ciudadanos y dieron ejemplo por sus hechuras sociales. Ella nos pone
en contacto documental con lo que fue en su momento una acción que se convirtió,
con el paso del tiempo, en una obra de importancia. La historia nos hace
devotos y nos inculca lecciones de moral dictada por los ciudadanos útiles de
las ciudades y de los pueblos, cuando enfrentados a miserias, limitaciones y
calamidades, no se amilanaron ante los obstáculos, sino que los sobrepasaron
para que surgieran los signos propicios de la vida que ellos mismos vieron y que
quisieron siempre vivieran las generaciones humanas que los sobrevivieran.
LA AÑEJA TORRE
La añeja Torre de la Catedral. Imponente. Es vino
fragante de la nativa historia. Nosotros crecimos bajo su presencia. Su sentido
religioso cuida nuestros pasos desde tanto tiempo. La Torre es el permanente
valor espiritual de Trujillo. Ella cobijó a los viejos abuelos con su férreo
manto. Es un valor arquitectónico. Es un monumento al amor y a la fe.
Los tiempos de los antepasados fueron siempre
visionarios. Fueron palabra y parábola para mirar la realidad social. De allí,
provino la idea de su hechura y su fabricación. Los rezos y oraciones en el
interior de los templos locales sustentaron los pilares afectivos para su
futura edificación. Horas serenas y días apacibles los de aquellos años finales
del siglo XIX. Los pobladores vieron como el noble arquitecto italiano iba
dirigiendo los trabajos de la construcción de la Torre. No en vano la placa
conmemorativa refleja el hecho en una de las paredes de la Catedral: “Esta
ciudad tributa honor a S. Lucas Montani. Eximio Constructor de esta Torre
1886-1893. Sus restos inmortales posan en ella”.
Fue levantándose durante seis largos años. Como
anexo imprescindible para las funciones del templo principal, en el que
oficiaba con total entrega y celo eucarístico el Padre Carrillo. Vicario
hacedor con una trayectoria apostólica que cubrió parte importante del siglo
muriente y largos años después en ese otro siglo XX.
La Torre ha sido primavera y otoño
alternativamente, como es la historia del hombre sobre el suelo. Los largos
años desde la Colonia comenzaron a llenar de pátina este templo de la parroquia
central. La iglesia vio el paso de los guerreros de la Independencia que por
aquí muchos anduvieron libertando pueblos. En otro tranco, atestiguó los signos
de civilización del general Cruz Carrillo y del civilista Carrillo Guerra. A
escasos años de su inauguración, en 1893, la Torre soportó la agresión del
bravo caudillo González Pacheco, que osó incendiarle las entrañas y la tiñó de
negro. Luego, muchos años después, alquimistas citadinos le quitaron la pátina
negra y la pintaron de blanco, cuestión aprobada por unos y reprobada por
otros. Y así, vestida de blanco ha permanecido por años su piel perenne.
La Torre de la Catedral preside la condición
histórica de la ciudad. Aunque ella no es colonial, si lo es la iglesia. A sus
alrededores viven los ancestros de la urbe cuatricentenaria. Ella ayuda mucho a
que la estampa de la vieja iglesia sea el patrimonio histórico que nos
enorgullece. La Torre es, por demás, un hermoso tatuaje de fe en el alma de los
trujillanos.
LA CASONA DE LA CALLE REAL
Ahí está, arrojada, como cansada en la imagen del
viejo daguerrotipo. Pero viva, siempre viva como una lección de integridad. La
casona vencida de tiempo por la carga de su historia, aunque ha sabido soportar
los rigores seculares. Nada le ha derrumbado. Es la más gallarda estampa de la
ciudad colonial. Ahí, hermanada con las otras casas que siguen en línea en
dirección a la Plaza Mayor y, en contrario, hacia el Convento de los Franciscanos. Ahí, los pasos y las huellas
icónicas en la calle principal. Y con las piedras rotas ahuecadas de siglos y
pisadas.
La apacible Calle Real de Trujillo, ciudad en la
que se forjó la Independencia de la Provincia. Desde entonces, ese nombre para
llamarla. Y la casa, la mayor de todas con su frontis hermoso. De una sola
puerta, inmensa, majestuosa. Abierta en luminosidad para facilitar el ingreso a
los patriotas que enfrentaban a los realistas españoles para darnos la
libertad. Como si pudiéramos saber de arte arquitectónico para describirla en
sus más pequeños detalles.
La casona augusta, que tuvo y tiene el coraje de
permanecer como una gran lección de trujillanía. A pesar del ultraje y de las
negaciones. De las afrentas ominosas que, en vano, tratan de restarle méritos y
autenticidad. La más clara denuncia. La más palpable prueba de su valor, es
ella misma, sin duda alguna.
En vano, el tiempo de la naturaleza y la propia
iniquidad humana trataron de derrumbarla en épocas distintas. Antes,
ciertamente, tuvo días aciagos y tormentosos. Durante un lago lapso estuvo casi
dormida de abandono. Hasta intentos hubo de picarle sus paredes centenarias
para hacerla más “moderna”. Pero alguien, en arenga oportuna y fortunosa,
impidió el sacrilegio. Y con ello, la defensa de la historia. Dijo aquel buen
hombre (Rafael María Villasmil), que al tumbarla, se perderían las huellas de
los próceres que la caminaron por sus corredores y aposentos. Y así, aquellos
pasos memorables de la historia quedaron intactos, luego de dos restauraciones
que se le hicieron: la primera, para el Ateneo; y la segunda, para el Centro de
Historia del Estado. Ahí están aquellas huellas luminosas. Gravitan vivas,
llenas de una grandeza secular inmarcesible.
Por tales atributos la entrañable casona condensa
el historial de la trujillanía. Cómo no amarla sin ambages ni componendas. Cómo
no respetarla. Cómo no reconocerla como hogar de la suprema historicidad
regional. Aquí, en esta casona, cuenta el historiador:
“Se desarrollaron sucesos de gran trascendencia
para la vida republicana”
Y asienta también, este mismo historiador:
“Dentro de sus muros, Trujillo está allí, con la
verticalidad de sus ejecutorías” (Briceño Valero)
La casona severa, como fue la ciudad colonial.
Firme siempre como ha permanecido ante los avatares del tiempo. Invencible como
tales hombres de la patria primigenia. Guarda en sus espacios el eco de las
voces que atronaron en los momentos portentosos de las asambleas, cuando
ciudadanos representativos, junto con el pueblo, pronunciaron en ellas las
palabras inmortales de la proclama total de la libertad y de la emancipación.