Hay canto y soledad
entre nosotros. Cantos que se tornan espirituales, hímnicos, para despedir la
existencia terrenal de una gran mujer, íntegra por sus valores e integral por
su vasta formación; dispuesta al servicio de las mejores causas, dentro de este
cuerpo social en que vivió.
Aparece ahora una
inmensa soledad entre nosotros, originada por la ausencia que es dolor y
despedida, como un silencio. Canto y soledad en el momento de la sentida muerte
de la doctora Elina Rojas, nombre y apellidos vigorosos, de una mujer que
entendió su destino y lo supo vivir. Para ella entonces nuestro homenaje, el
tributo emocionado de quienes fuimos sus compañeros de trabajo en la
Universidad, en esta casa de Carmona, que sostiene el tiempo y el espacio del
alma mater en la máxima significancia. Alma mater como frase memorable, que en
sentido individualizado, lo podemos aplicar a ella, por su personalidad
descollante como mujer de espíritu y madre solícita, por el amor que dio como
una siembra expandida de lo familiar a lo social; desde el hogar a la
comunidad, porque hogar y servicio comunitario fueron las dos ramas enlazadas
de su escudo de vida, como una bandera desplegada.
Lo importante en la
función social de la persona, es hacerse íntegra moralmente cuando sirve a la
colectividad. El servicio social es, debe ser, tiene que ser, una inquieta
emoción cotidiana del ser humano, cuando éste ha adquirido conocimientos y
aptitudes para hacer el bien, unas veces por la acción que sabe poner en
práctica como profesional; otras, para complementar esa vocación por medio de su participación en
instituciones y asociaciones dirigidas, como un empeño, hacia fines
serviciales. Este juicio contiene y valora la personalidad vital de la doctora
Elina.
Fue una mujer de
profunda raigambre con los asuntos del espíritu, de su propio mundo interior.
Actuaba con los dictados de su alma, de su conformación afectiva. En silencio
casi siempre, sin aspavientos figurativos, con una parsimonia en el caminar y
el hablar, pensativa y meditabunda, sacando fuerzas como un ideario de
conciencia, haciendo cosas provechosas y aportes, como sustancias nutricias de
su pensamiento, que lo llenaron el estudio y el conocimiento de la ciencia, aunque
también, una praxis profesional que no le dio descanso, como todos nosotros
estamos en capacidad de testificar.
Hermosa plenitud la de
la doctora Elina. Con qué gusto le dábamos el doctorado. Pudimos llamarla Elina
simplemente. Pero ninguna otra persona como ella merecía el reconocimiento de
su doctorado, que siendo un inmenso valor académico, era en ella más bien un
título de afecto y de cariño, un reconocimiento a su religiosidad, cuando
usamos el término con visos de sentimientos, de veneración a lo que se
practica, de “normas morales para la conducta individual y social”, como una
práctica de virtudes que nos mueven, como una obligación de conciencia y
cumplimiento de saberes.
Mujer moralizada,
impulsada por las acciones del corazón. Daba a su propia consistencia una razón
humana en la autenticidad, en la colaboración, en el reconocimiento del otro,
porque la vida tiene sentido de diálogo, es y debe ser un diálogo para hacerla
fructífera, como la producción de una gran cosecha; la moral como prueba del
entendimiento o de la conciencia: la conducta que manda el saber ser
inteligente.
Mujer familiar, supo
dirigir su hogar como una plenitud de correspondencias entre ella, sus hijas y
su hijo: triunfo y adoración de su vida en esa entrega que todos llegamos a
notarle, y en esa satisfacción de ser madre, practicante de una maternidad
solícita y solidaria. Sabía de familia y extendía el concepto hasta su entorno
profesional y amigo, con gran sentimiento de compañerismo llano y sin
ceremonia, como una característica de su personalidad.
Una inmensa luz
comenzará a alumbrar en recuerdo de esa mujer que está allí yacente, en la
quietud de su vida trascendida y trascendente. Y habrá una voz que no se
callará en estos espacios, gravitando entre nosotros, como un ideario.
Una inmensa huella,
profunda y en todas direcciones, nos llevará desde ahora hacia el recuerdo vivo
de la doctora Elina; abierta huella en los corredores y salones de este
histórico edificio que lo fabricó el destino para el gran proyecto de la
educación. Abrirán senda los recuerdos y la nostalgia por esta mujer sencilla y
luminosa que, desde la humildad y la pobreza, supo esplender y llegó a ser
doctora, que lo fue sin hacer ostentación de vanidad ni falso orgullo, más
bien, para ser eficaz en las enseñanzas, dar mayor presencia al espíritu, a los
sanos conocimientos y creencias, la mejor aplicación de la sabiduría y para
usar en la cotidianidad de éste y otros espacios, la gracia femenina de la
cordialidad y la amabilidad, que son también valores componentes de un
doctorado ejercido con mucha calidad humana.