En los hombres, en los ciudadanos reales
se realizan los pueblos, y bien pueden hacerse memorias útiles en el porvenir.
Esa fluencia no desaparece, se nutre con el tiempo, como vemos. El hombre que
va fabricando trascendencia social y cultural no sólo realiza la vida y la muestra
realizada, sino que busca el mejoramiento esencial de la historia en
proyección, desde lo local si es su apetencia, o desde lo más general si es
también el propósito de su gestión intelectual, por eso es memoria. El que
adquiere bienes culturales por su inteligencia los sabe poner a disposición de
los otros, y esos son gestos de ciudadanía por el desprendimiento.
De este tipo de hombres tenemos ejemplos en Trujillo, muchos ejemplos
en el espacio-tiempo de la ciudad, o del estado, en todo caso. Sus síntesis
biográficas están recogidas. Varios se han ocupado de ello y se siguen
ocupando, con personajes que actuaron en los procesos iniciales de nuestra historia,
desde la Colonia en la precisitud, hasta hoy cuando la evolución sigue su ciclo
en esa condición que es connatural en el género humano.
Hace pocos días falleció en
Barquisimeto un notable hombre trujillano, ciudadano íntegro, veraz, forjado celularmente,
el doctor Segundo Barroeta. Murió en el
silencio de su vieja edad de más de noventa años; en la quietud de una ancianidad adornada por la parsimonia de
la voz y del caminar, por esos luengos años de existencia que van acerando en
dureza y fragilidad al mismo tiempo los órganos del cuerpo hasta la detención,
aunque en Barroeta no se dio tan fácil esta irremedialidad, vistos sus actuares y sus movilidades ya que
estuvo activo hasta muy poco tiempo antes de su fenecimiento. Y, por demás, dando lecciones de trabajo hasta el
final; trabajo útil y provechoso; de intelecto entre la ciencia de la medicina
que era su especialidad y el oficio de la literatura, que esto último también lo
hizo con rasgos de especialidad, lo que se determina al entrar en la lectura de
cada una de sus importantes obras, cuatro que logró publicar con temas
genésicos relativos a la trujillanidad.
En un denso epígrafe con que introdujo
un trabajo sobre el Libertador, el historiador Lucas Guillermo Castillo Lara
dijo que Bolívar ni era silencio ni era polvo, que es ésta una de las
condiciones en que quedan los seres humanos una vez que cumplen el ciclo de su
vida terrena, como decir el juego de la
nada y del todo, de la desaparición para siempre o de la trascendencia que es
lo que permite seguir vivo, hecho memoria para ser nombrado en la posteridad.
La voz se hace polvo y el silencio se calla para siempre, hecho nada también.
Pero, por designios esto no ocurre en
aquellos que pusieron a actuar su inteligencia, que convirtieron en voces sus
silencios y en lenguaje sus actuaciones, por el forjamiento de una obra concreta,
hechos sujetos de cultura, de lenguaje trascendido; ciudadanos de todo
tiempo, como también comprobamos con esa pléyade de hombres de bien que los
nombran las edades para construir la
vida de cada nuevo tiempo por la inmensidad de los años y los siglos.
Segundo Barroeta es un nombre de
hombre para nombrarlo siempre, sembrado ahora
profundamente en la raíz geográfica y en la conciencia moral de dos pueblos,
Trujillo y Barquisimeto, genésicos ambos, inmersos biográficamente en la más
vieja edad patria, conectados a su vez, por el hilo infinito de la espiritualidad,
tanto así entre nosotros que Juan Ramón Barrios, compositor larense es el autor
del vals “Trujillo”. Y tanto así, que
como un halo premonitorio o un haz de hermosa empatía, ese vals surgió de una
inspiración en San Jacinto, en la bucólica quietud de ese pequeño burgo aledaño
a la ciudad pequeña de hace ochenta años, en cuyo espacio había nacido un poquito
de tiempo antes el doctor Barroeta, en alero familiar de esa misma estirpe y de
ese mismo acervo.
Es realmente sorprendente cómo se van
tejiendo los pormenores de la historia más local, y por eso es tan importante ese
tipo de historia, la familiar, la hogareña, la amistosa. Todo el tejido social
surge de esa comunicación que la va construyendo el tiempo con sus distintos
hilos. Y los hiatos generacionales también se van encogiendo y unificando hasta
ser un solo manto social, una sociedad común. La diferencia de edades se va estrechando, hasta llegar a
la delgadez que une y se hace también causa o realidad común. Este fenómeno, -no
sé si sociológico-, a que hago referencia, en mi caso lo he vivido
repetidamente. Y lo explico brevemente con dos casos concretos que tienen que
ver con San Jacinto, porque allí tengo ancestros maternos, y era escasamente un
niño cuando el doctor Rafael Isidro Briceño era ya el doctor Briceño, pero
muchos años después éramos amigos en la participación social conjunta, de tú a
tú en el hogar social. Y lo mismo con el doctor Barroeta; porque, cuándo íbase
a pensar que aquel muchacho que por
1955- 56 era yo, voceaba en la calle el pregón del periódico “Hoy”, en cuyas
páginas aparecía la fotografía del Dr. Segundo Barroeta, muchos años después
recibiría en su casa una llamada telefónica de este mismo personaje, hecha
desde Barquisimeto para dar un saludo navideño. El doctor Barroeta, para mi
orgullo, era mi amigo, y me citaba en sus libros, y eso me reconfortaba tanto y
me enorgullecía.
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