Amigos de todas partes, quiero compartir
con ustedes este capítulo de mi novela “Las Memorias Fulgidas”, historia de
vida de los Kuikas.
Imagen tomada del libro RENAIBARENA, Barquisimeto |
Días después que
aquellos jóvenes de la tribu muka se juntaron para ir al más cercano campamento
de los extranjeros, con el propósito de hacerles una guazabara, sin pensar que
iban a su primer fracaso, en el bohío principal del pueblo estaban reunidos el
tabiskey Castán, el piache Gucumatz y Kalayá, un joven chamán, con el objeto de
presidir la llamada “Fiesta de la Victoria Esperada”, es decir, un grande y
consagrado festejo que todos llamaban “Jabi-Sanuka”, como especie de baile
religioso dedicado a tres divinidades específicas, en este caso a Cuzuco,
divinidad de la guerra, Nonatu, dios de la vida y Karachí, dios del valor. Para
ellos, precisamente, estuvieron bailando durante muchas horas consecutivas casi
todos los miembros de la tribu muka.
En un momento del
“Jabi”, alrededor de la parte central de la celebración, Castán hizo un alto, y
dirigiéndose a Gucumatz, le dijo:
-Querido y
reverenciado Gucumatz, usted conoce como ninguno la suerte que han de correr
nuestros hijos, a quienes el valor los inspira.
-Eso es cierto,
respondió el interpelado. Y también sé que nuestro baile sagrado es el mejor
canal de protección sobre ellos, en lo que ha de venir. Y sé también que las
divinidades del aire me transmiten que saldrán victoriosos en los días de la
contienda, porque la razón los asiste.
-¿No cree usted
venerable chamán, que algo malo pudiera atravesarse en el camino a nuestros
jóvenes guerreros de la tribu?, preguntó Castán.
-Si la protección los
ha beneficiado siempre en todos los avatares anteriores vividos, ¿por qué ahora
tendría que ser diferente?, respondió convencido.
-Sí, intervino
Kalayá, muchos de nosotros tenemos como un halo de pesimismo en nuestros corazones,
como esperando un fracaso en las acciones que emprenderán nuestros guerreros.
Ojalá no sea cierta la predicción de la espesa nube que ronda nuestro
pensamiento.
-Nada de pesimismos,
respondió Gucumatz.
En tanto el tabiskey
Castán encogía el rostro en una extraña mueca, antes de decir:
-Ni las divinidades,
ni nuestra poderosa diosa Ikaque, permitirán que algo malo ocurra a nuestros
jóvenes guerreros; la temprana adoración que hicimos y la limpieza de las
plumas en la mañana de hoy, bendecidas por ustedes dos, son indicativos de la
fortaleza espiritual de un gran optimismo. Además de que, en la hora precisa,
usted mismo Kalayá, fue seleccionado por nosotros para tocar el Esemuy sagrado,
que rara vez, en muy contadas ocasiones memoriosas suena públicamente, como un
augurio de bien. Con al aura del instrumento sacro, nuestros hijos recibieron
la mágica protección de los dioses, por tanto, no deben fracasar en su misión.
-Claro que es así,
confirmó Gucumatz. El ruido grave de nuestro instrumento bendito agita el valor
de todos nosotros, especialmente de los jóvenes. Y ese valor insuflado a los
guerreros, por principiantes y aprendices que sean, los va a sobreponer a las
maldades de los invasores. De eso estoy seguro, completamente seguro, repitió
convencido el sacerdote mayor de la tribu.
-Ojalá sea así, dijo
Kalayá.
-Ojalá, repitió Castán.
Por mi parte, les envió la bendición: que la poderosa Ikaque les ayude en la
aventura y los proteja. Ojalá que así sea, reafirmó.
Aquel primer combate
había sido desproporcionado, sin duda alguna, los jóvenes de la aldea muka no tenían
la experiencia requerida para luchar contra un enemigo bien apertrechado. Nunca
antes habían combatido contra un enemigo tan grande, por lo que fueron
fácilmente derrotados por un ejército superior. El dolor de la tribu total se
sintió como nunca antes, al escuchar el relato de los pocos sobrevivientes.
Varios de aquellos jóvenes habían sido reclutados en otras comunidades vecinas.
Otros se ofrecieron voluntarios. Tal vez lo hicieron con el propósito de llama
la atención o de hacerse sentir. Lo cierto es que actuaron con mucha
imprudencia y sin malicia, por lo que recibieron fácilmente los impactos de los
arcabuces y de otras poderosas armas esgrimidas por los extranjeros, que
parecieran haberlos estado esperando, o sobreavisados de lo que iba a ocurrir.
-Si pudiéramos
aniquilarlos de una vez, dijo Ulumán a sus compañeros, una tarde en la tribu.
Si pudiéramos abatirlos con nuestras débiles armas, insistió.
-Pero no es nada
fácil, respondió Chipi. Esa gente está muy bien aprovisionada y apertrechada.
-Si pudiéramos
inyectarles el veneno de nuestras flechas y lanzas, insistió Ulumán, mirando el
horizonte abierto de la tarde,
-Te repito hermano,
eso va a costar mucho.
-Pero debemos
hacerlo, replicó esta vez Caub, otro joven muka, sobrino del tabiskey, la moral
de la tribu lo pide y no podemos excusarnos ante la sórdida realidad, que busca
a toda costa, abatir nuestra calma de siglos y nuestra propia vida, ¿no es
así?.
-Sí, es verdad,
respondió Civak. El lenguaje moral de nuestros padres está exigiendo esa conducta
y una determinación de nosotros, sin que pongamos trabajo de ninguna clase, ni
que escondamos el bulto ante el problema
que padecen nuestros pueblos, con más fuerza cada día.
-La misma furia de
nuestros dioses nos convoca a la acción, dijo Ulumán. El riesgo que todos
estamos corriendo debe llevarnos por los caminos que nos han arrebatado, por
las sendas de nuestras llanuras y montañas, que recorríamos antes en libertad y
ahora no podemos hacerlo, pues lo impide esa gente extranjera tan ajena a nuestros
espacios ancestrales. El éxodo o la muerte misma, insistió, nos espera si en
los próximos días no les caemos en cayapa a esos condenados, hasta acabarlos y
rendirlos con la muerte.
Tal era la
disposición de los jóvenes skukeyes, jirajaras, mukas, tirandaes, y de los
otros pueblos kuikas, jurando venganza ante sus deidades. Era aquela una
asamblea de jóvenes tribales que debatían la situación. Hablaban esa tarde con
un ritual de guerra porque no había ninguna otra posibilidad en ese dramático
momento, vista la situación. En el fondo lo hacían con un gran halito de
tristeza. Hablaban con lenguaje sencillo y claro; pero al igual, encendido y
sin eufemismos. Eran las palabras en boca de aquellos guerreros inexpertos que
estaban lejos de sospechar la cuantía de las acciones por emprender: ir al
sacrificio en defensa de su pueblo y salvaguardar el honor mancillado y por
mancillar. La decisión estaba tomada, aun al alto riesgo de un posible
desenlace mortal.
Así recitaba Kalayá,
el joven piache, en el altar del templo:
¿Acaso
voy a mi casa? ¿Acaso con él iré?
¡También
vino a cortarse mi vida en la tierra!
¡Sé
tú dios, para mí, moldéame!
Recrea
tu pecho, apláquese tu corazón,
alégrese tu corazón (1)
(1)
Poema azteca, en: VEIRAVE, Alfredo (1973) Literatura hispanoamericana Buenos
Aires, Kapeluz (p.6)
Hablaban como
hermanos, pues al fin y al cabo, eran hermanos por disposición de su propia
génesis, por lo que les imponía el idioma común que había aparecido siglos
atrás para fabricarles una cultura genuinamente propia y trascendente,
adelantada en comparación con otros pueblos de naciones lejanas. Aprendieron
como kuikas, que ese silbido tan sonoro era el hilo de su hermandad. Así pronunciaban
ki, kiu, kius, kas, como emblema espiritual de su civilización.
Eran pobladores
frescos y sencillos como sus montañas. Hablaban con la fruición de la
sencillez. Antes, desde mucho antes que comenzara el peligro de la pérdida de
la libertad y emancipación ancestrales. Y así convivían en diálogos hermosos,
como éste siguiente entre madres y jóvenes de la tribu:
¡Qué bella está la
tarde! Exclamaba embelesada Xibalbay, madre de Guata-Una, cuando miraba con su
hija y otras jóvenes el paisaje de la cercana montaña de Bujay.
-Está bella de
verdad, respondió Guata-Una.
-Todo esto lo
relaciono con mi hogar, intervino Kamix, madre de Ulumán; mujer madura y de
experiencia. Muy allegada a la familia del Tabiskey Castán, quien además estaba
interviniendo activamente con favores para tratar de acercar a su joven hijo
con la familia de Guata-Una, muy exigente a la hora de seleccionar al que sería
marido apropiado para la princesa, heredera de la principal tribu de toda la
aldea muka.
-Me encanta este
silencio que vivimos las mujeres, siguió expresando, en tanto nuestros maridos
e hijos están en las simientes, en las labores de la siembra. -Me encanta
ciertamente, volvió a decir.
-Y a mí, en lo
particular, me apasiona este silencio, dijo Raxa, hermana de Ulumán y muy
allegada a Guata-Una, con la que practicaba una estrecha amistad. -No sé, pero
tengo una envidia a nuestros hermanos que se pasan el día en medio de la
naturaleza, ora sembrando, ora cazando o pescando, recibiendo directamente el
fuerte airecillo de los páramos, que pareciera pegárseles en los cachetes y pintárselos
de rojo, como regresan colorados de onoto cuando desaparece el sol de los
venados, a finales de la tarde.
-Esa me parece la
mejor relación, acotó Guata-Una, es el premio de la naturaleza a los que
trabajan y sacan sus bienes y riquezas. Ellos cumplen el ritual del trabajo
para que nosotras vivamos, aunque a veces, sobre todo en el tiempo del parto,
ocurre lo contrario. ¿No es así?
-Sí, pero nosotras
también trabajamos, y duro, intervino Kamix. Por ejemplo, ellos siembran y
recogen el algodón, y después nosotras fabricamos las telas y tejemos las sayas
y túnicas que salen de nuestras manos artesanales, la ropa que usamos a diario,
y la especial que nos ponemos cuando asistimos al templo y a otras
celebraciones. Lo mismo que tejemos las cestas y manares de sisal que se llevan
a los campos y se llenan de mazorcas de maíz, y de otros tipos de frutas y
hortalizas para las comidas y las ofrendas.
-Es bueno recordar,
continuó su explicación Kamix, que por mandato de los códices de nuestras
tradiciones, las mejores muestras de maíz, las mazorcas más grandes, las
mejores frutas y hortalizas están destinadas a los dioses, en especial, a
nuestra venerada madre Ikaque, la Portentosa, que recibe nuestros bienes por
intermedio del chamán Gucumatz, quien nos bendice y solicita la protección de
la excelsa divinidad, como siempre nos protege como verdaderos kuikas que
somos, es decir, como hermanos, las tres veces que manda la tradición
pronunciar la palabra para mantenernos en estado de pureza.
-Eso lo recordaremos
siempre Kamix, interviene Xibalbay. Además es bueno insistir en ello, y que
todas nos comprometamos más con los mandatos de nuestros códigos orales.
-¡Miren la extensión
del cielo!, exclama Guata-Una. Miren como esta quieta la tarde en la aldea.
¡Qué belleza de paisaje!
-Mira, madre,
insistió Guata-Una en su asombro. No se ve ni un solo hombre a la distancia,
aseveró.
-Ni un solo animal
tampoco, habló la joven Husaca, que no había intervenido en la conversación.
Hombres y animales se van juntos al campo, y regresan juntos, como un equipo,
sostuvo.
-No tanto que sean un
equipo, dijo Guata-Una, sino hay que ver lo útil que son los animales al lado
de sus dueños; los protegen y les sirven de ayuda y compañía.
-Y los pequeños
peones también, dijo Kamix. Recuerden el día en que Topac, uno de nuestros
peones salvó a Ulumán de una muerte segura, cuando lo atacó una culebra
mapanare y estuvo a punto de morderlo. Si no es por los gritos de Topac que lo
alertaron, mi pobre hijo hubiera sido atacado por el feroz animal, al que vio
en el último momento cuando cogió el hacha y le dio varios tajos hasta matarla.
-Todavía recordamos,
intervino Raxa, cuando Ulumán llegó a la casa y traía en su costal la enorme
bicha descuartizada, y nos la mostró a todos como un trofeo.
-¡Como un trofeo!,
recalcó la madre, con el dejo de una naciente sonrisa. Pero ese trofeo estuvo a
punto de matar a mi muchacho. Sólo la providencia y la intercesión de la
venerable Ikaque, y la vista de Topac, lograron que Ulumán la viera y la
matara, todo en un santiamén.
Cercana, la faz de la
tierra tardecina seguía alumbrada por las luces del crepúsculo, ese infaltable
sol poniente de los venados, desde arriba en las estribaciones del cerro Vichú.
Todo el paisaje estaba en calma. Solamente las voces de las mujeres de la tribu
se escuchaban a la redonda, como una susurrada oración femenina.
Era la hermosa
soledad de la aldea muka, la calma ancestral de una zona poblada por siglos y
viviendo en paz. Como una música celeste en todo el ámbito surgía la tierna
melodía natural, un soplo augusto con el que la tarde homenajeaba al lugar. En
tanto, la diosa Ikaque, allá adentro en su trono, reposaba como todas las
tardes. Y en tanto, Suquinaka, la adoratriz que había renunciado a todo por
cuidar a la deidad mayor, preparaba el acostumbrado sahumerio del anochecer
para colocarlo al pie del altar donde tenía su trono, en lo más profundo del
templo.
Ni un viajero en la
hora vesperal. Únicamente las mujeres de la tribu en espera de sus maridos e
hijos para servirles la comida en los respectivos caneyes, de donde, más que el
olor de la comida bien condimentada, salía cual vaho, el humo de las chamizas y
leños secos, puestos en las topias del fogón ennegrecido y encarbonado por el
uso constante.
Entonces, dice el
augurio que narra la dimensión del tiempo de la tribu:
“Una
luz resplandeciente
hace
brillar la cara de los cielos”
Y lejos, bien lejos,
hacia el abra de los cerros, todavía medio despejados por la tenue luz de la noche
naciente, las copas de los árboles eran mecidas por una suave brisa, la brisa
pura de la tarde crepuscular muka.
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